El cine es, como el lenguaje, un sistema de significación, como también la ropa que usamos, las imágenes de la publicidad, etc. En un sistema de signos sus elementos tienen dos niveles de significación, lo que denotan –eso concreto a lo que remiten- y lo que connotan –ese otro significado que la cultura provee-, como producto de un desplazamiento que obedece a cierta ideología, creencias o valores.
Por Jorge Gallo
Por ejemplo, la palabra “negro” denota ausencia de color u oscuridad total, sin embargo uno de sus varios sentidos connotativos desplaza su significación hacia lo ilegal (“tengo un trabajo en negro”).
El cine trabaja fundamentalmente sobre el aspecto connotativo del significado, sobre su dimensión más mítica; sucede que muchas veces se hace difícil diferenciar lo denotativo de lo connotativo porque este último de naturaliza y borra sutilmente la construcción social de su significado para hacerla neutra, objetiva.
Lo podemos observar con la presencia de la ideología machista en la esfera simbólica de nuestra vida, tanto el lenguaje como el cine están estructurados por el discurso patriarcal reproduciendo una dinámica social que coloca a la mujer en un lugar subordinado.
En el cine la mujer es presentada por lo que significa para el hombre, su significación real es reemplazada por aquello que viene a satisfacer para el patriarcado. La imagen de una mujer desnuda solo conserva su carácter connotativo, es decir: su sexualidad, el ser cosa para satisfacción de los hombres. Nuestra cultura lee así esa imagen y considera natural que así deba ser comprendida. No sucede lo mismo con la apropiación que se hace de la imagen de un hombre desnudo.
La directora francesa Agnès Varda, una adelantada a la Nouvelle Vague, ha puesto en evidencia, desde mediados de los cincuenta hasta la actualidad, el carácter patriarcal del cine dominante.
Basado en un hecho real, en su film “Sin techo ni ley” presenta a Mona, una joven vagabunda, quien ha decidido salirse del sistema, errar por las rutas y pueblos; para ello hace dedo y mendiga, vestida siempre igual y con una carpa a cuestas.
Solo hace alguna que otra changa cuando la suerte no la acompaña, sobre todo en el invierno. El film comienza con la muerte de Mona, su cuerpo inerme ha sido encontrado una mañana de invierno, ha muerto de frío.
En un registro que articula muy originalmente ficción y recursos del documental, Agnès Varda decide reconstruir la historia de la joven a partir de testimonios de quienes la vieron en los últimos días.
Este recorrido no dará cuenta del porqué Mona ha decidido por tan particular forma de vida y tan solo describirá algunos desconectados acontecimientos de su pasado más remoto.
Lo novedoso del planteo es que pondrá en evidencia toda una variedad de conceptos e ideas acerca de cómo esa sociedad percibe a una mujer que se rebela frente al orden (masculino) apartándose de él.
Muchachos jóvenes para quienes “una chica sola es fácil”; camioneros que al no recibir de ella un favor sexual, la bajan del vehículo. Hombres mayores que catalogan a todas esas mujeres como “ligonas y perezosas”, pero que buscan seducirla.
Vagabundos hombres que la violan, solo ven en ella un botín sexual. Un ex-vagabundo que critica al sistema -pero no su carácter patriarcal- se siente interpelado por la coherencia de Mona y solo anhela subordinarla laboralmente.
Pero también mujeres se ven afectadas por el papel de Mona. Chicas adolescentes que la verán como un anhelo de libertad frente a las exigencias de una tradicional familia campesina, o la idealizarán frente al destrato que padecen de sus novios.
Mujeres mayores que lamentarán haberse casado con el primero que se cruzó en sus vidas por miedo a quedarse solas. Una académica que se apiadará de ella por culpa pero no podrá evitar cosificarla al tomarla como objeto de estudio.
Solo dos personas lograrán vincularse afectivamente con ella, una mujer muy mayor cuyo sobrino espera que muera para heredar y un joven peón, inmigrante tunecino, que la acepta tal cuál es y le brinda todo lo poco que tiene. Dos representantes de colectivos sociales marginados del occidente desarrollado ven en la rebelión de Mona un canto de dignidad frente al avasallante despotismo del varón blanco burgués.
La sociedad patriarcal encuentra en el cine dominante un medio de gran efectividad para reproducir la subordinación; primero fue la mujer pura, ama de casa, víctima de otros hombres malos, que esperaban al héroe, ese buen hombre que representaba el ideal a seguir, siempre a sus espaldas.
Cuando asumió un rol más activo, se transformó en la femme fatal del cine negro, la manipuladora que acechaba al hombre con sus encantos eróticos y por eso debía morir. Ambos estereotipos ubicaban en la centralidad al varón y a la mujer como su satélite en una lógica que ubicaba a ella en un rol pasivo, para ser exhibida al hombre, para ser mirada por quien en un papel activo, observa y goza.
Habrá que esperar los años sesenta, década de revolución sexual, para que el cine presente un punto de vista alternativo. Sin embargo, aún hoy, cuando el rol de la mujer ha cambiado sustancialmente, son estas esferas de lo simbólico – como el lenguaje y el cine – las que demuestran un notable anacronismo, en esa arena es imprescindible que también se dé la disputa.