A un siglo de la masacre cometida por el Imperio Otomano contra los armenios, historias contadas en primera persona para entender el reclamo de una colectividad que crece en Argentina.
Por Luciana Aghazarian
Mis abuelos paternos, Esther y Ohannes, sobrevivieron al Genocidio Armenio. Ambos, por separado – aún no se conocían -, en 1918, le escaparon a la masacre, junto a algunos de sus familiares. Fueron desde Marash, su pueblo natal, hacia Siria para luego terminar en Argentina, uno de los países más elegidos por los armenios para volver a empezar.
Como la gran mayoría de los exiliados, mis abuelos rápidamente, sin tiempo para la queja ni el llanto, comenzaron a rehacer su vida. Se conocieron, se casaron, tuvieron cuatro hijos y una fábrica de zapatos. Sin embargo, el horror les caló tan hondo que nunca pudieron contar lo que les había ocurrido. Así es que se llevaron con ellos parte de nuestra historia y entero su sufrimiento.
Cuando fallecieron – fueron muy longevos, por cierto – yo era todavía una niña por lo que en ese tiempo en el que predominaban los domingos multitudinarios en familia y nunca faltaba el sarmá, el lehmeyún, los porotos bien condimentados, el keppe crudo y el yogurt casero – platos típicos del Cáucaso -, no tuve la inquietud que años después me invadió como para preguntar. Recién cuando me inicié como periodista e hice el recorrido para conectarme con medios de comunicación de la colectividad, con la excusa de mi profesión, empecé a entender tanta angustia, tanta nostalgia, tanto silencio.
El 24 de abril de 1915 se concretó el plan de homogeneización cultural propulsado por el movimiento de la juventud turca que pretendía eliminar aquella etnia con la que hacía años convivía. A partir de ahí se sucedieron violaciones, asesinatos, robos, vejaciones, torturas, que solo algunos de los sobrevivientes conformados en la diáspora, años después, en el exilio, pudieron contar.
Al poco tiempo de empezar a escribir en Diario Armenia – periódico de la Asociación Cultural Armenia- me encontré con lo que buscada: el testimonio de Lucin Beredjiklian Khatcherian, la única sobreviviente actual del Genocidio en Argentina, que hoy tiene 105 años.
Mientras su madre, Marianne, la daba a luz en enero de 1913, los Jóvenes Turcos planeaban un golpe de Estado que pondría al Imperio Otomano en manos de un régimen militar ultra-nacionalista, el mismo que gestaría el plan de destrucción sistemática del pueblo armenio.
Dos años después, en tiempos en que el Genocidio empezaba a ejecutarse, Lucin quedó huérfana. A los siete años, como consecuencia de la explosión de una bomba – a lo que ya se había acostumbrado -, una esquila se le incrustó en la cabeza y marcó el rumbo de su familia.
De ahí en más, la huida interminable plagada de hambre, sed, miedo, acosos, robos, sobornos, muerte. “Los turcos nos atacaban porque nos envidiaban. Ellos no tenían ni un médico, ni un abogado, no tenían nada, los que tenían oficio y una profesión eran los armenios”, dijo, en su oportunidad, entre acongojada y enfurecida.
George Pushidjian, hijo de un sobreviviente, me relató para la última edición de la Revista Armenia que su padre a los siete años se había quedado solo en medio de la masacre y “no sé sabe cómo hizo 160 kilómetros a pie hasta dar con un pueblo vecino que aún no había sido tomado”.
Allí, sediento, hambriento, descalzo, sucio, acudió a una herrería cuyo dueño lo adoptaría y le salvaría la vida. Hacia 1925 el entonces Imperio Otomano ya había invadido toda Armenia histórica y asesinado a un millón y medio de armenios.
El Genocidio Armenio fue la primera masacre étnica del siglo XX de la que se valió Hitler para llevar a cabo la “limpieza” de judíos pocos años después. Documentos históricos afirman que el Fhurer de la Alemania nazi, mientras elucubraba su plan, habría dicho: “¿Quién se acuerda hoy del exterminio de los armenios?”.
A contra mano de todo y de todos, cada sobreviviente armenio se convirtió en una semilla, que en cada tierra donde se desplomó, germinó. “Llegamos sin idioma, sin plata, sin parientes, sin paisanos buscando paz y libertad”, me graficó en una entrevista Eduardo Yernazian, quien nació poco después de que sus padres llegaran a Buenos Aires –su madre llegó embarazada de seis meses-.
Hoy, a cien años del Genocidio Armenio, la diáspora se fortalece en países como Estados Unidos, Brasil, Uruguay, Argentina, entre otros. Todo aquello producto de haber crecido y haberse integrado a las distintas naciones que les dieron casa, creando colegios, iglesias, medios de comunicación, agrupaciones políticas, desarrollando sus profesiones y formando familias.
En Argentina, cada 24 de abril, en reconocimiento al Genocidio se conmemora el Día por la Acción y la Tolerancia de los Pueblos.
Por otro lado, hasta el día de hoy, Turquía no reconoce su responsabilidad y otros tantos países se hacen los distraídos. Tan solo 22 Estados reconocen legalmente el Genocidio Armenio.
Asimismo, son pocos los Gobiernos – solo Argentina (2007), Francia (2001) y Uruguay (2004) – que en el cuerpo de la ley manifiestan el reconocimiento explícito ante los crímenes que ocasionaron la muerte de más de un millón de personas. Los demás optaron por una resolución parlamentaria.
En este sentido es que la colectividad Armenia mundial sigue luchando, por hacer valer esas vidas que se fueron, hacer valer esas marcas que quedaron en los sobrevivientes y que se siguen heredando de generación en generación. No hay justicia sin reconocimiento ni resarcimiento.
“Las autoridades turcas y su pueblo, a medida que pasa el tiempo, son cada vez más culpables al no reconocer esos hechos y no hacer la necesaria autocrítica”, me dijo una vez el escritor e historiador revisionista Osvaldo Bayer; y así, también, lo creo.