Alfredo Fraga, vecino de Villa Pueyrredón
Cumplió 100 años el 26 de abril. Su familia se mudó al barrio cuando él tenía 8 años de edad. Tres hijas, cinco nietos y tres bisnietos conforman su familia. Con mucho afecto, Alfredo nos contó sus vivencias.
Por Mariana Vaccaro
Alfredo Fraga cumplió 100 años el 26 de abril. Sentado en el living de su casa en Villa Pueyrredón nos invitó a recorrer los espacios del barrio atravesando el tiempo. Afuera llueve, entra poca luz desde el jardín, una lámpara en la mesa ilumina un papel manuscrito. El día anterior Alfredo, por las dudas, había apuntado cuáles son las escenas del siglo vivido que quería compartir, porque como aclara “la memoria tiene cosas caprichosas”.
Su papá, quien fue chofer de varias familias de la elite porteña, decidió mudarse al barrio cuando Alfredo tenía ocho años. “Era una zona de quintas, después de Albarellos era todo campo”, describe y explica que fue a la única escuela que había: Hilarión María Moreno (Artigas y Larsen)
Aunque siempre le gustó la literatura, Alfredo se dedicó a los números: se recibió de contador en la Universidad de Buenos Aires. “La facultad no era lo que es ahora, solo ocupaba el último piso del colegio Carlos Pellegrini y se entraba por una puerta chiquita. Yo tuve a Alfredo Palacios de profesor, me tomó el examen de legislación laboral”, cuenta con orgullo.
El paisaje era muy distinto al de hoy, las casas tenían espacios verdes y los terrenos apenas estaban separados por alambrados, la gente charlaba a diario con sus vecinos, la puerta se dejaba abierta y se tomaba mate en la vereda.
“En los veranos secos las calles de tierra se llenaban como de 30 centímetros de polvo y en las zanjas se hacían batatas asadas. Y durante el invierno el frío era tal que congelaba los bebederos de las gallinas”.
“Cuando había mucha neblina, la poca visibilidad impedía que el motorman (del ferrocarril) vea el camino, por eso se usaba un dispositivo que, colocado en las vías, estallaba con el paso del tren y servía para avisar que a pocos metros se encontraba la estación”.
El ferrocarril junto con el tranvía que “iba y venía por Avenida América (Mosconi) desde Plaza de Mayo a Devoto” eran los medios de transporte que unían al barrio con el centro de la ciudad.
La tranquilidad del barrio permitía escuchar el canto de los vendedores ambulantes desde el interior de las casas. “40 al ciento” cantaba el vendedor de duraznos que ofertaba un centenar de fruta por 40 centavos.
“Venía el turco con una valija, la abría y le mostraba las telas a mi mamá y le permitía pagar en cuotas digamos. El hielero vendía parte de la barra de hielo que llevaba al hombro, con eso dentro de una lata de nafta vacía manteníamos la manteca”.
“También estaba el de la panificación venían con un carro de dos ruedas y vendían pan de molde, como el lactal. Y venía el arriero, con una o dos vacas, y las ordeñaba a pedido, en la puerta de las casas, te daba el medio litro de leche tibia” reconstruye Alfredo la interacción diaria de los comerciantes.
Las calles eran espacio de juego de los chicos, es más, las primeras que se asfaltaron, antes de ser inauguradas al tránsito, fueron copadas por los niños que querían probar ansiosos sus bicicletas, patinetas y patines en el pavimento.
Otro de los eventos que llamó la atención de los más chicos fue la radio que su primo le construyó justo para poder escuchar el relato de las Olimpiadas.
Luego las radios se masificaron, había una en cada hogar. “Cuando volvía a casa desde la estación, como todos escuchaban el radioteatro de (Andrés) González Pulido, yo lo podía seguir mientras caminaba por la calle”.
Las historias de ficción se escuchaban y también se veían, había tres cines en el barrio y se solía ir con el termo porque se pasaba toda la tarde dentro: se pagaba 10 centavos la entrada para ver episodios de tres películas.
De a poco se mejoró la infraestructura del barrio, pero “lo que impulsó a Villa Pueyrredón fue la Grafa. Pertenecía a unos belgas al principio, luego creció, tenía como 4500 obreros, trabajaba día y noche, no paraba. La gente se venía a vivir acá”.
En el hilo de su relato, Alfredo contextualiza cada anécdota con información sobre el gobierno de ese momento, nombra a cada uno de los presidentes. No solo tiene grabados en su memoria los momentos de juventud, sabe perfectamente qué sucede hoy y opina: “la política actual me amarga”.
Ante la pregunta sobre por qué eligió pasar su vida acá, responde con humor e ironía: “Estoy contento de que este sigue siendo un barrio mersa, no como Urquiza y otros que se llenaron de edificios”.