Cine y praxis política

Polonia padeció una suerte de maldición, el “fatalismo polaco”, determinada por su particular situación geográfica entre dos imperios (el alemán – o prusiano – y el ruso) al estar sujeto a la constante invasión y ocupación, más o menos violenta, que privó de independencia durante casi ciento veinte años seguidos a sus pobladores. A fin del siglo XVIII esas potencias se repartieron Polonia literalmente. En gran medida fue el arte – Chopin, el más importante referente de esa resistencia – lo que permitió sostener vivo el espíritu nacional durante el largo período de sometimiento al extranjero.

Por Jorge Gallo

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Al final de la primera guerra mundial, la constitución de una república incipiente no facilitó que Polonia atravesara indemne los veinte años de entreguerras que derivaron en la invasión nazi de 1939. Polonia fue ocupada, otra vez, por Alemania y la Unión Soviética, y atravesó durante la guerra las situaciones más sangrientas de la segunda guerra mundial: el asedio a Varsovia (1939), el levantamiento del Guetto (1943) y el alzamiento de Varsovia (1944). Será otra vez el arte, esta vez el cine, el medio para el ejercicio crítico que permita superar las profundas contradicciones internas del “fatalismo polaco”.

Cuando Polonia y todo el mundo socialista, después de la muerte de Stalin, ingrese en un período de deshielo político, artístico y económico, se dará lugar en el ámbito cinematográfico a la creación de la mundialmente célebre escuela polaca de cine, que se abocará en esos años a indagar esos tres acontecimientos bélicos.
De ahí surgirá Andrei Wajda, en cuya ópera prima “Generación” (1955) ya planteará la complejidad del escenario político polaco desplegado a partir de tres coordenadas dominantes de la sensibilidad polaca, el sentimiento profundamente anti-alemán, el anti-ruso y el antisemita.

A partir de la trilogía de la guerra, Wajda expondrá las distintas posturas ideológicas que pugnan por hacerse del poder y que tensionan el conflicto hasta rozar la posibilidad de una guerra civil.

Por un lado, las fuerzas liberal-burguesas que responden al gobierno en el exilio – en Londres (desde 1939) que anhelan la liberación del país por parte de los aliados occidentales -, a su vez católicas y antisemitas, en una fuerte disyuntiva respecto de si privilegiar el carácter nacional o el religioso del levantamiento del guetto de Varsovia; y por otro, las fuerzas socialistas y comunistas que presentan tensión entre una línea pro soviética y otra línea que expresa un comunismo polaco.

Su tercera película, “Cenizas y diamantes” (1958) exacerba el conflicto al presentar en primer plano esta disyuntiva: el asesinato entre los mismos polacos. Se anuncia por los altoparlantes en la plaza central de un pueblo de Polonia que Alemania se ha rendido. Maciek, un joven polaco de la derecha política debe asesinar a Szuka, el secretario general del partido comunista, otro polaco, a fin de evitar que el país se sumerja definitivamente en la órbita soviética, tal cual se percibe después de que occidente hubo negociado en la conferencia de Yalta –entre Stalin, Roosevelt y Churchill- abandonar a Polonia a su suerte.

Un otrora gran hotel es el escenario, una metáfora perfecta de la Polonia del momento, donde confluirán: el intendente del pueblo – que ya se regodea de su futuro ascenso como ministro – quien recibirá en cena de gala a Szuka, el Secretario del PC Polaco que ha vuelto del exilio en Moscú; el asistente del intendente, quien vendió la información a Maciek de la presencia de Szuka en el hotel; el jefe del ejército clandestino que, después de un fallido intento, ordena a Maciek ultimar a Szuka esa misma noche después de la cena de gala.

También, en el salón central, unos burgueses vinculados a la nobleza polaca en decadencia festejan bailando la rendición de Alemania. Y atendiendo en la barra del bar, Kristina, la mujer que enamorará a Maciek, quien desde su fragilidad e infortunio – ha perdido a toda su familia en la guerra – casi pondrá en vilo, sin saberlo, la voluntad homicida de Maciek, quien por vez primera abrirá su corazón a una experiencia que no esté vinculada a la muerte y atravesar así una crisis de identidad.

Sin embargo, la muerte se hará presente de la forma más patética, cuando Maciek dispare a Szuka, este sorprendido, caerá sobre del joven, abrazándolo. Perturbado Maciek al huir será baleado por la policía y morirá retorciéndose en un basural, casi mimetizándose con los desperdicios en un plano final que enmudece.

El cine polaco y Wajda – entre varios otros – instauran a este arte no solo como mera expresión que enorgullece al pueblo polaco por sus dotes artísticas sino también como vehículo para reflexionar, proponer y actuar directamente en el plano político – los años setenta serán más que reveladores de esa praxis, todavía – alertando sobre el riesgo vital que conlleva para la constitución de una vida nacional sustentable en el tiempo el aniquilamiento del otro connacional.

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