Un relato particular de noches de insomnio en estos días de cuarentena, recuerdos del pasado, de oníricos pensamientos, de todos los que no pudimos ser y que sin embargo, nos visitan, distantes, de vez en vez.
Por Aldo Barberis Rusca
Salta, “La Linda”, la ciudad más amable del país, la de los amigos, las trasnochadas, la zamba, el vino, el locro y las empanadas. Podríamos pensar en un nuevo comienzo aquí, juntos. Ya se van los milicos y hay todo por reconstruir, sobre todo la cultura, que es lo nuestro. Pero no. La familia tira, es muy lejos. Mejor ni pensarlo.
A pesar de la malaria económica, Argentina era una fiesta; a pesar de que los fantasmas aún rondaban por los más sórdidos despachos gubernamentales, íbamos a poder con ellos. Porque éramos más, más fuertes, más jóvenes. Más valientes.
Porque nos habían enseñado que habíamos venido a “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”. Y que eso era la democracia. Y que con la democracia “se come, se cura y se educa”.
Entonces estaba todo más que bien para pensar en comprar un terrenito en un loteo que se estaba comercializando en la costa atlántica, en cuotas fijas en pesos al que podíamos acceder casi con la guita que levábamos encima.
La idea no era una casa de vacaciones. La idea era un proyecto de vida; irse de la ciudad a un lugar nuevo, fundado por jóvenes, lejos del anquilosamiento pueblerino y del agobio de la metrópolis.
Pero; ¿Cómo pensarlo siquiera? Buenos aires es el lugar donde pasa todo: los congresos, los festivales, los shows. Donde están las editoriales, las productoras, lo comercial y lo independiente.
¿Qué vas a hacer en medio de un bosque de pinos con un Mehari lleno de arena? Chupar y fumar porro día y noche para olvidarte del embole que te agarra cada vez que tu hermano va a comprar al Hipermercado mientras vos tenés que manejar una hora hasta un almacén del orto y volver con caballa porque atún no había. En dos años estás muerto o en rehabilitación. Olvidate!
Claro!!! Vos querés ver a tus pibes crecer libres. Pero acordate que la única escuela decente está a cincuenta kilómetros. Entran a las siete de la mañana y es de régimen rural. Se reciben de productores de quesos, no de comedias musicales.
Y ahora es tu hija la que se quiere tomar el palo, la que no se banca la ciudad, y estás de acuerdo; vos mismo tomarías la decisión de no ser por el tema de la salud. A nuestra edad ya hay que mirar seriamente el tema médico, y en el interior la cosa se pone jodida. Acá tenés tus médicos, tus clínicas, tus laboratorios, tus farmacias. Y, sobre todo, las cosas andan. Con sus más y sus menos, pero andan.
Algunas noches vienen a visitar mi insomnio aquellos que nunca fui. Los que no quise ser, los que no llegué a ser, los que tuve miedo de ser, se reúnen como pares, no parece haber diferencias entre ellos al punto que charlan y se ríen juntos.
Rara vez comparten conmigo algo más que un saludo de lejos, con la cabeza, más raramente aún algún gesto de afecto, una mano sobre un hombro, etc. Pero debo reconocer que son divertidos.
Los otros días llegó un grupito a buscar en la ciudad todas las cosas por las que yo me había quedado: la familia, la cultura, la educación, la salud. La pasaron bien, se rieron bastante.