Navidad, Navidad | a esconder la realidad | guárdala en algún bolsillo, por piedad | que hoy la vida tiene un brillo de bondad.
(Navidad – Eduardo Peralta, cantautor chileno)
Por Aldo Barberis Rusca
En tiempos turbulentos uno trata de refugiarse en los viejos gestos, en las tradiciones, en el calor de lo conocido, de lo familiar.
Las costumbres, en estos casos, funcionan como el armario donde nos escondíamos de niños cuando el miedo a la noche o a la oscuridad nos atacaba.
Todos tuvimos miedo en nuestra niñez; unos más y otros menos, y todos nos escondimos bajo las mantas en un intento de reducir el universo a un espacio pequeño, manejable y controlable que dejara afuera toda la incertidumbre.
El mundo es un lugar hostil, nadie lo duda, y para un niño que no conoce las reglas que lo mueven lo es en mucha mayor medida.
Pero los adultos no estamos exentos de miedos ante la realidad, sobre todo cuando se presenta llena de incertidumbre. Y las pocas certezas que tenemos no logran calmar la angustia, sino más bien todo lo contrario.
Lo cierto es que nuestro refugio en medio de la tormenta suele ser la familia o, en algunos casos, la religión; que puede funcionar como una especie de familia extensa.
La religión, más allá de sus teogonías, cosmogonías y escatologías, crea rituales y ámbitos que protegen a los fieles de la inclemencia del mundo exterior.
Un poco más allá va el psicoanalista suizo Carl Gustav Jung al afirmar que los símbolos, en las religiones que los conservan, actúan como elementos protectores ante lo desconocido del mundo y del tiempo. Toda la parafernalia católica de santos y estampitas son una prueba de esto.
Por otra parte, las sociedades que por procesos de corte racionalista pierden su simbología, en general entran en un estado pe paranoia que los lleva a abrazar ideologías que buscan en las armas y el militarismo la protección perdida.
A todos nos pasa que en momentos en que el mundo se transforma en un lugar inhóspito necesitamos rodearnos de cosas conocidas, volver a la casa de nuestros padres, al barrio, a los viejos amigos o a la familia. Incluso, y aunque no nos consideremos creyentes, muchas veces entrar en un templo puede restablecer, aunque sea por unos instantes, la calma perdida.
Quienes vivimos en esta época tomamos algunas cosas por supuestas y ya nadie duda que luego de la noche llega el día, que luego del invierno volverá la primavera, que la tierra yerma volverá a dar frutos, que siempre que llovió, paró y que no hay mal que dure cien años (ni cuerpo que lo soporte). Pero no siempre fue así.
Hasta hace algunos miles de años los procesos cíclicos de la naturaleza o bien no eran conocidos o, si lo eran, muy pocos tenían ese conocimiento y lo hacían valer. Gran parte de los mitos primitivos que dieron paso a las religiones se basan en el temor de los hombres porque el día no llegara, o que el invierno se prolongara indefinidamente, o que el Nilo no inundara y los campos no volvieran a dar frutos.
Nuestra tradición cultural eurocéntrica ha hecho que nuestro calendario de festividades se ubique a contramano de la tradición simbólica y que las fiestas de origen religioso estén desfasadas medio año respecto de sus calendarios originales.
Es así que la Navidad, que nosotros celebramos durante el solsticio de verano, es una festividad del solsticio de invierno que se viene celebrando en el área del Mediterráneo desde mucho antes de la aparición del cristianismo.
El solsticio de invierno marca el momento en que el sol toca su punto más bajo sobre el horizonte y el día más corto del año. A partir de ese momento los días comenzarán a tener más horas de luz, hasta llegar a su apogeo en el solsticio de verano.
Y es ese día, cuando un año muere y uno nuevo nace, en el que se celebra el nacimiento del nuevo sol. Y ese día era en que se festejaba adornando un árbol de hojas perennes, pinos generalmente, con luces de velas o con fogatas que simbolizaban la llegada de la nueva luz, con pasteles hechos con todos los frutos que habían quedado de la cosecha anterior, y con la imágen de un niño recién nacido.
Pero lo que se festejaba en realidad era el final del miedo a que el invierno no se fuera nunca más.
Y esa tradición se ha mantenido y ha llegado a nuestros días en la forma de la Navidad cristiana.
Ya son pocos los que festejan la Navidad pensando en el nacimiento del Niño Jesús, y muchos menos los que recuerdan que el sol, al menos en el hemisferio norte, comenzará su camino ascendente hacia el verano.
Sin embargo seguimos juntándonos con nuestra familia y amigos, cocinando lechones, pollos y pavitas; encargándole a la tía el pionono y a la cuñada la ensalada de frutas. Y confiando en que el abuelo volverá a viajar a Constitución, Barracas, o San Fernando a comprar “el mejor pan dulce de la Argentina”.
Y volvemos a pelearnos con nuestros hermanos por quién pone la casa o quién lleva a la abuela. Y seguimos criticando al cuñado que llevó un champán berreta y el vestido de la hija. Y comemos como animales y bebemos como escandinavos. Les compramos petardos a nuestros hijos y nos indignamos porque el vecino se gastó una fortuna en fuegos artificiales.
Y al llegar las doce de la noche brindaremos con sidra, que es más rica que el champán, y la abuela se quejará porque se brinda en año nuevo, no en navidad; pero pedirá permiso para que el nene “se moje los labios” con la bebida de su copa.
Y a la mañana siguiente, en medio de la resaca, volveremos a jurar que esta es la última y que el año que viene “cargamos a los pibes en el auto y la pasamos solos en la costa”, aunque sepamos que no será.
Porque durante un rato, junto a nuestros seres queridos, entre el bullicio, las peleas, los cohetes y las nueces creeremos que estando juntos nada nos puede pasar; y por un momento no tendremos miedo.
Hay un hombre que ha buscado | a su peor enemigo | y le ha dicho emocionado | “esta noche desgraciado | vente a merendar conmigo” | Y hay un niño que ha llorado | y hay un niño que ha llorado | por las cosas que aquí digo (Eduardo Peralta)
¡Feliz Navidad!