Entre la herejía y la economía

Urquiza se Organiza

Por Aldo Barberis Rusca |

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Durante los primeros siglos del segundo milenio de la era cristiana (“ya empieza a hacerse el complicado este pajarón”) se extiende por Europa una dura crítica a la Iglesia Católica, a su alejamiento de su grey, a su acumulación de riquezas, a su despotismo, sus dogmas y su autoridad.

Esta crítica toma la forma de grupos que se desvían de las formas aceptadas por el papado y la iglesia oficial y que rápidamente entran en conflicto con la autoridad, tanto religiosa como política, europea.

No nos detendremos esta vez demasiado a explicar los pormenores de esta lucha, que duró casi quinientos años y terminó con el cisma de Lutero y las iglesias reformadas, sino que nos detendremos en un momento específico del S XIII y en un lugar específico de lo que luego sería Francia.

La parte sur de Francia era, allá por los años 1200, conocida como el Reino de Occitania, comprendía lo que se conoce como la región del Mediodía Francés y parte de la actual Catalunia.

Durante la Edad Media Occitania fue uno de los centros culturales más importantes de Europa, al punto de ser su lengua, el occitano, la primera en reemplazar al latín como lengua en algunos documentos y escritos. La literatura caballeresca, los trovadores y los códigos de amor cortés fueron mayormente creados y escritos en occitano.

Durante los siglos XII y XIII Occitania alcanzó su máximo esplendor siendo una isla de refinamiento y cultura artística y política en medio de una Europa sumida en las guerras.

Y fue en este ambiente donde un grupo disidente proclamó sus oposiciones a la Iglesia Católica y construyó una alternativa de pureza. Se llamaron a sí mismos “Cátaros”.

Los Cataros (del griego Kataroi; puros) no eran lo que diríamos la mar de macanudos, tal como se los quiere hacer pasar hoy en algunos círculos New Age; eran más bien unos fundamentalistas, que hacían voto de pobreza, castidad, obediencia en un grado casi patológico pero que tenían un fuerte atractivo: no cobraban los exorbitantes impuestos que exigía la Iglesia.

Por supuesto al papado esto no le cayó nada bien y en conjunto con el Rey de Francia decidieron hacerle la guerra a los Cátaros, a los que llamaban albigenses por tener un importante centro en la ciudad de Albi.

La cosa es que, como estaba de moda por esos años, emprendieron una cruzada; la Cruzada Albigense que comenzó con el asalto de Béziers, el 21 de julio de 1209 y culminó con la capitulación del castillo de Montségur el 1 de Marzo de 1244.

Pero nos detendremos en el comienzo de la cruzada, poco después del asalto de Béziers los cruzados se dirigen hacia Carcassone donde Roger Trencavel, Vizconde de Carcassone, se había refugiado.

El 3 de agosto de 1209 los cruzados se lanzan contra las murallas de la ciudad a la que logran acceder el día 8 gracias a la labor del grupo de zapadores que, cavando por debajo de los muros, abren una brecha para que pudieran entrar.

Los zapadores eran los encargados de todas las construcciones que pudiera necesitar un ejército en campaña, desde la excavación de letrinas hasta la construcción de puentes y barracas; pero la parte peligrosa de este oficio consistía, precisamente, en socavar los muros de las fortalezas y castillos.

El problema era que generalmente de la parte alta de las murallas caían piedras, flechas, aceite hirviendo y fardos encendidos que lo complicaban todo y hacía que los pobres zapadores fueran de vida breve por lo general.

Los zapadores eran la parte más descartable de los ejércitos medievales y eran reclutados de los grupos menos favorecidos, en general mineros, que de una forma u otra iban a morirse jóvenes.

De los zapadores medievales queda el nombre en los cuerpos de ingenieros encargados básicamente de construir puentes para el paso de las tropas y en la expresión “hacer un trabajo de zapa”.

Cuando nos referimos a un “trabajo de zapa” hablamos de una acción solapada para minar la situación o intereses de alguien. Una maniobra secreta y desleal.

Han pasado más de mil años de las cruzadas contra los Albigenses pero los zapadores siguen teniendo trabajo, no tan peligroso pero siguen siendo la primera línea puesta para recibir los más fuertes embates y luego ser descartados.

Las murallas que estos modernos zapadores buscan debilitar no son ya de piedra sino que son las leyes, los derechos, las normas, las conquistas que el pueblo ha construido a través de años de lucha.

Los zapadores de hoy tienen nombre y apellido: Miguel Boggiano, Martín Tetaz, Javier Milei, entre otros, comandados por el veterano de mil batallas: el comandante José Luis Espert.

Estos dizques economistas comparten todos unas características bastante compartidas: todos presentan un perfil payasesco; Milei con sus pelos indómitos, Boggiano con su aspecto de muñeco de película de terror de tercera clase; Tetaz con un atildamiento exagerado en el vestir y Espert con su cara de rufián melancólico podrían formar parte de una troupe cómica o de una película de cine mudo.

Pero así como se los ve, medio ridículos, medio impresentables, ellos son los encargados de hacer el primer trabajo de zapa; instalar temas que implican demoler el andamiaje de los derechos y las conquistas.

Llegan a los canales de TV, las radios y las redacciones cargando sus bombas bien ocultas bajos sus ropas y en el momento indicado las activan usando sus propios cuerpos como escudos.

Si mueren, cosa que nunca sucede, si resultan gravemente heridos, no importa. Son mártires y serán recompensados largamente por su martirologio.

La última acción de los modernos zapadores la hemos vivido días atrás cuando casi en forma simultánea Espert y su aprendiz Boggiano instalaron la hasta ese momento inimaginable idea de que “el trabajo no es un derecho”

Esta idea es tan repugnante ante los ojos de millones de asalariados que solamente puede ser instalada por un grupo de suicidas que no teman recibir el escarnio de una gran parte de la sociedad.

Pero no importa, el trabajo de zapa ya fue realizado, sus ejecutantes no tienen importancia, son desechables, ahora solo resta esperar que el virus insertado en la sociedad prenda, sea repetido, se haga carne en un sector y luego los gobernantes recojan el reclamo y lo hagan política.

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