Triunfo del oficialismo en los comicios legislativos |
El triunfo arrasador del macrismo en Capital fue la antesala de su éxito en todo el país. En la ciudad la estrella fue Elisa Carrió, quien arrastra a su paso amores y odios. ¿Es la misma Carrió de siempre? ¿El macrismo será fiel a su pasado y a su promesa de un futuro mejor o tomará la senda de la venganza y la destrucción de derechos?
Por Fernando Casasco
Algunos afirman que Elisa Carrió cambió mucho entre los comienzos de su carrera política y la acusan de incoherente. Sin embargo – al humilde entender de este escriba -, quienes opinan así se equivocan.
Es la misma Carrió que en 2003 festejaba como propio el triunfo en ballotage de Aníbal Ibarra sobre Mauricio Macri porque, según decía, “no sabía cómo iba a explicarles a mis hijos que empresarios ligados al robo del país pudieran ganar”.
Es la misma Carrió que apenas cuatro años atrás se abrazaba a “Pino” Solanas, radicales y socialistas, para celebrar que la centro-izquierda era una opción de poder en la ciudad de Buenos Aires, relegando al kirchnerismo y disputándole el protagonismo a la derecha del PRO.
Es la misma Carrió que hace tan sólo dos años pedía votar a Martín Lousteau, como la oposición radical-republicana al aparato político y publicitario que llevaba a la cabeza a Horacio Rodríguez Larreta.
Siempre es la misma Carrió. Su coherencia pasa por congregar elogios y críticas sobre su persona, como un adalid de populismo republicano (si vale el oxímoron). Su sola presencia divide aguas y plantea antagonismos, sin tener en cuenta cuestiones de ideologías o modelos político-económicos en debate.
También es la misma Carrió en el acompañamiento de ciertos sectores sociales. Esa clase media-media y media alta que se mostró “progresista” cuando la hecatombe neoliberal del 2001 la empujó hacia abajo y la hermanó con los piqueteros, en la protesta callejera.
Pero cuando el sacudón de la crisis económica derivó en la solución del peronismo y los modos desaliñados del kirchnerismo, progresivamente volvió a su vertiente más de derecha.
A partir de 2007, una parte de esa clase media – que ya se había recuperado del “chorros, chorros, chorros, devuelvan los ahorros”- vio en Mauricio Macri a su “gran esperanza blanca”, que los salvaría del populismo y devolvería al país a una siempre esquiva “normalidad”.
Tras su segundo puesto en los comicios presidenciales de ese año, sobrevinieron los peores tiempos para Carrió, con el pináculo de la popularidad del kirchnerismo que atrajo a la parte “progre” de esos sectores medios (tras la estatización de las AFJP, la ley de medios, los festejos del Bicentenario, la muerte de su creador y la reelección de CFK) y la creciente influencia del PRO sobre los sectores más acomodados de la sociedad que – refractarios históricamente al peronismo – veían en el gobierno nacional sólo barbarie, corrupción y “venezuelización” del país.
Entonces, la opción quedaba cada vez más clara para el rumbo de “Lilita”: o se mantenía en un segundo plano, como un miembro más de una tercera fuerza de centro-izquierda; o daba un paso al frente y se convertía en adalid de la nueva derecha republicana y confluía con el macrismo en la fuerza conservadora que – previa anexión del radicalismo – derrotara al diablo populista. La resolución de ese dilema está a la vista.
En Capital, Carrió se subió a una maquinaria bien aceitada, que logró pulir sus aristas más problemáticas, a excepción de sus dichos en las semanas previas al comicio en referencia a la desaparición y posterior muerte de Santiago Maldonado. Algunos creyeron ver en esos dislates la posibilidad de una fuga de votos que jamás se verificó. En cambio, se impuso la lógica del triunfo del oficialismo, tal como afirma Marcelo Leiras, gracias a “un manejo muy diestro de la inversión pública, el control eficaz de la competencia interna en la composición de las listas y una campaña clara, entusiasta y muy disciplinada”*.
Si las vertientes que derivaron en este imponente triunfo de la alianza oficialista, más difícil parece ser advertir cuáles serán sus consecuencias. Por lo pronto, lo que se visualiza en las primeras instancias es una radicalización de la derecha en el poder que aleja cada vez más la promesa pre-electoral de Macri de “unir a los argentinos”: a la prisión ilegal de Milagro Sala concretada durante los primeros días del gobierno de Cambiemos y al negacionismo oficial (y de los medios para-oficiales) sobre la participación de Gendarmería Nacional en la cacería que terminó en la muerte de Santiago Maldonado, se suma ahora la persecución lisa y llana contra encumbrados dirigentes de la oposición y contra todo vestigio de “kirchnerismo” que persista en el aparato estatal.
Las detenciones del ex vicepresidente y de un poderoso ex ministro, arrasando con todas las prescripciones republicanas de presunción de inocencia y de defensa en juicio, sumadas a las presiones que acabaron con la renuncia de la procuradora Alejandra Gils Carbó, prefiguran uno de los momentos más sombríos para la vigencia de las instituciones desde la recuperación democrática.
La ola de revanchismo no acaba en aquellos a los que se considera opositores, sino que la emprende también contra sindicalistas, periodistas no alineados con el gobierno y hasta con los organismos de derechos humanos.
El “vamos por todo” del que se acusó en su momento al kirchnerismo parece hacerse realidad en la Argentina macrista.
Los derechos civiles de los opositores parecen estar en duda, tanto como los derechos laborales de la gran mayoría de los trabajadores y los derechos de la ancianidad a cobrar una jubilación ya exigua, a partir del “reformismo permanente” que anunció y pretende imponer el Primer Mandatario tras su triunfo electoral. Todo ello cuenta con la venia y el aplauso sincero de sus aliados radicales y de Carrió, quien considera que con esta situación gana la República.
La relación por conveniencia entre Macri y Carrió semeja – salvando las inevitables distancias – la que mantuvieron Bartolomé Mitre y Domingo Sarmiento, durante la presidencia del primero: uno, representante del porteñismo central, que debía terminar con la barbarie federal, pero pretendía mantener una fachada “legalista”; el otro provinciano, lenguaraz y festejador del asesinato a sangre fría del “Chacho” Peñaloza “precisamente por su forma”.
Hoy la violencia del poder no tiene la forma de sables y lanzas, pero sí la de la persecución judicial y mediática; Lilita festeja las derrotas y detenciones de opositores subiendo fotos “divertidas” a las redes sociales.
Ese revanchismo se nutre de los que económicamente piensan que la exclusión de un sector de la sociedad (los “negros”, los “peronistas”, los “choriplaneros”) es lo recomendable para el conjunto y de los que descreen de la política como método de solución global (“los políticos son todos iguales”).
Por debajo del entusiasmo, el emprendedurismo y el embeleso del futuro que pregonan los corifeos oficiales, un rencor sordo y una desazón profunda se fortalecen y multiplican en los sectores al que el macrismo dice representar.
Su expresión más nítida en varios personajes del oficialismo: además de Carrió, se retroalimentan con ese odio Graciela Ocaña, Laura Alonso, Javier González Fraga, Eduardo Amadeo, Oscar Aguad, Fernando Iglesias… y siguen las firmas. Su mística militante pasa más por la destrucción del rival que por el éxito de su propio gobierno.
Ante esta dimensión hegemónica que adoptó el macrismo, junto a sus aliados políticos y económicos, a la oposición le toca reorganizarse, unificar criterios y retomar la senda de la mayoría perdida. Sobre todo a la hora de plantear desafíos hacia el futuro: no alcanza con denunciar el ajuste o las injusticias del presente. Toda acción política debe plantear un horizonte de progreso y superación, sobre todo para los más necesitados, que estuvo ausente en las ofertas de este comicio.
De otra manera, sólo le quedará guarecerse de la lluvia, que siempre, tarde o temprano, para.