Se multiplicaron planteos administrativos y judiciales por parte de oficiales que reclaman volver a la fuerza que integraban antes del traspaso. Argumentan problemas en escalafón, antigüedad y salariales. También que la decisión fue compulsiva, y sin consulta. En el medio, el Gobierno propone sumar a la seguridad ciudadana a las Fuerzas Armadas y desata controversia.
Por Gabriel Morini
La decisión oficial de gestar el pasaje de agentes de la Policía Federal Argentina a la órbita de la Ciudad de Buenos Aires para que – mezclados con los oficiales de la Policía Metropolitana – dieran nacimiento a la policía de la Ciudad no ha sido tan armónico como pareció en la superficie.
Reclamos de toda índole continúan suscitándose más allá de la operatividad que tuvo el cambio y que le permitió al alcalde porteño Horacio Rodríguez Larreta hacerse del control de las 54 comisarías que estaban asentadas en territorio capitalino, con sus recursos humanos y materiales. Además de más de un punto de coparticipación federal que recibió para financiarlas.
Hubo 300 petitorios explícitos que fueron presentados a las autoridades policiales con el objetivo de que efectivos que cumplen servicios en la policía porteña sean reincorporados a la fuerza federal. No es un número significativo si se tiene en cuenta que a principios del año pasado 20.000 hombres y mujeres fueron asimilados en la nueva estructura. Sin embargo, a lo largo de las últimas semanas se dieron manifestaciones en la Legislatura y en la Casa Rosada en contra de la decisión.
Con el reclamo de “derechos vulnerados” y “avasallamiento del sentido de pertenencia”, la queja estuvo tamizada además por un planteo de inconstitucionalidad de la Ley 21.965 que efectivizó el traspaso de las comisarías a la égida de la Ciudad. La principal cuestión a discutir es que nadie les preguntó si querían pertenecer a esa jurisdicción, dado que habían ingresado a una fuerza que no había sido “municipalizada” hasta ese momento.
Con distancias abismales, el reclamo los identifica con los jueces de la Justicia Nacional que resisten también un traspaso mucho más discutido por las distintas herramientas de poder que caracterizan a los magistrados. Los iguala el hecho de no querer saber nada con que su poder quede circunscripto a la Ciudad Autónoma (aunque ahora ocurre así) y mucho menos con considerar que serán jueces municipales.
Los policías no tuvieron derecho al pataleo. La ley se sancionó, los fondos se traspasaron de común acuerdo – aunque con protestas de las provincias que financiaron la aventura – y la administración nacional y porteña se golpearon el pecho por un éxito de gestión.
Una abogada ya presentó 350 amparos ante la justicia por exfederales que fueron traspasados y que decidieron judicializar la medida para regresar a pertenecer a la órbita federal. Entre otros argumentos apuntaron que esa fuerza los formó como oficiales y agentes.
Temor a represalias y sanciones fueron los que guiaron el anonimato de las protestas iniciales, pero que se transformaron en presentaciones judiciales y un articulado para canalizar los reclamos por vías institucionales. Dicen, los agentes, que el malestar se traslada a las calles, donde ahora deben cumplir funciones con el uniforme borravino con vivos azules.
Desde la Secretaría de Seguridad porteña a cargo de Marcelo D’Alessandro minimizaron la controversia y sostuvieron que están atendiendo peticiones de traslado de jurisdicción con prioridad para el personal que tenga familia en el interior del país y no en las márgenes de la Capital Federal.
En sigilo, los ex federales reportan problemas con la antigüedad en sus cargos y repartos jerárquicos. Se quejan que los ex Metropolitanos tuvieron mejor suerte en la adjudicación de puestos de relevancia. Los ejemplos abundan, personal con más de diez años de antigüedad en las calles quedaron bajo el mando de “principiantes” con dos o tres años patrullando. Para la familia policial eso es considerado una afrenta e incluye una desvalorización a sus carreras.
Para el Gobierno, el traspaso destruyó núcleos de poder y corrupción que arrastraban las antiguas prácticas de la Policía Federal, que terminaron por ser erradicadas con la unificación de una misma fuerza. Los recibos de sueldo son documentos categóricos: marcan la antigüedad desde la creación de la fuerza nueva. Que el traspaso fuera compulsivo es la queja que sobrevuela y supera cualquier otro reclamo, inclusive el salarial.
Todos los planteos administrativos recorrieron un sinuoso espinel hasta el Ministerio de Seguridad de la Nación que conduce Patricia Bullrich y regresaron al ámbito porteño. Desde allí sentenciaron que la justicia les dio la razón cuando dictaminó que los “méritos” eran la variable a analizar en caso de ascensos, ante los amparos presentados. Diferencias escalafonarias, salariales y la compulsión por el cambio no fueron atendidas como problemáticas. Adujeron que tampoco se trataron de casos generalizados.
Intervino también el Defensor adjunto del Pueblo porteño, Gabriel Fuks recordó que existe un artículo de la Ley de Seguridad Pública que ordena la creación del cargo de Defensor del Personal Policial. Ese sitio sigue vacante y nunca fue ocupado con algún nombramiento.
Desde el kirchnerismo también hicieron un pedido al ejecutivo porteño para que brinde información acerca del estado de los reclamos administrativos y la cuantificación del personal afectado al traspaso que presentó objeciones de cualquier índole a aceptar integrar la novel fuerza. Las manifestaciones que se extendieron a la Legislatura no fueron poco nutridas.
Sin haber resuelto este problema, que por ahora permanece debajo de la superficie, el Gobierno Nacional estrenó otra controversia vinculada a la posible utilización de fuerzas armadas en cuestiones “logísticas” y de apoyo a las fuerzas federales para cuestiones de seguridad interior.
Este asunto está expresamente vedado en la normativa actual. Apoyo en la lucha contra el narcotráfico y el terrorismo fueron las idea fuerza que recorrieron la decisión oficial anunciada por el propio Presidente Mauricio Macri.
Incertidumbre y reparos dominaron las primeras horas del anuncio entre las fuerzas por su eventual rol. El Ministerio de Defensa se mostró mudo ante las primeras preguntas. Nadie dio detalles de los instrumentos legales que se tendrán que poner en práctica – la idea de un decreto se presume peligrosa y cuestionable -, ni de cómo se instrumentará desde el punto de vista operativo la iniciativa presidencial.
A los militares ya no solo les preocupa las decisiones que la política puedan tomar sobre ellos (la familia castrense se ha percibido a si misma muy maltratada durante las últimas décadas y no ha percibido modificaciones con el cambio de administración), sino también con la idea que pueda hacerse la sociedad de su papel, siempre atado en el imaginario al oscuro pasado que rodeó a la dictadura militar.
También aparecieron las primeras quejas: “no iremos a ser auxiliares de justicia, ni tampoco queremos dirigir el tránsito”, se atajaron. La controversia recién empieza sobre todo si el Gobierno busca polarizar a la sociedad buscando el apoyo del sector que sostiene la creencia de que con fuerzas militares en las calles se combate la criminalidad común.
Para colmo el jefe de la policía bonaerense Fabián Perroni y el jefe de la Federal, Néstor Roncaglia, en sendas declaraciones periodísticas argumentaron una cuestión bastante sensible para el ánimo de la Casa Rosada. Ambos reconocieron que las condiciones para ingresar en la delincuencia se han visto incrementadas en los últimos años a raíz de desequilibrios económicos que generan condiciones de vida más marginales.
Es precisamente el discurso contrario que los oídos del Gobierno querían escuchar. Y fue pasto para alimentar las críticas de la oposición al rumbo económico de la administración Macri, y por ende la de Rodríguez Larreta y la de María Eugenia Vidal.