“Y en la brevedad de la eternidad, cada hombre elige su destino. Justo en el umbral donde el bien y el mal juegan a la suerte los caminos”. (“El Umbral”. Tabaré Cardozo)
Por Fernando Casasco
En el primer balotaje de la historia, Mauricio Macri se convirtió en el nuevo Presidente de los argentinos. Ocurre un siglo después del primer Jefe de Estado proveniente de un partido popular, elegido mediante el voto secreto y obligatorio. Desde entonces, será la primera vez que, en elecciones libres, ocupe la Presidencia un dirigente que no proviene del radicalismo ni del peronismo. Y será también la primera vez que una fuerza de centro-derecha alcance la Primera Magistratura mediante las urnas.
El hombre carga siempre con su sombra. Puede ser la de su pasado, la de un amor nunca concretado, la de un desafío que no pudo superar. Para Mauricio Macri, la sombra siempre fue alejarse del poder y la influencia de su padre Franco y superarlo.
El jefe del clan familiar quería que su hijo se hiciera cargo de los negocios familiares, pero su hijo lo “defraudó” y buscó hacerse su propio destino en la vida pública. Lejos del ala protectora del jefe de la familia, aunque cobrando los dividendos de sus empresas. Y vaya si lo logró.
Boca primero, la Ciudad más tarde: el salto al gran premio nacional siempre estuvo en el horizonte, aunque no todos creyeron en sus chances de éxito. Los tiempos, en cierta forma lo favorecieron. Los éxitos deportivos de la mano de Carlos Bianchi, la derrota en 2003, la caída de Aníbal Ibarra, provocaron que sus dos turnos en la Jefatura de Gobierno coincidieran con los dos mandatos de Cristina Fernández de Kirchner.
Si bien nunca se atrevió a dar la gran batalla contra una rival demasiado poderosa (en 2011 amagó varias veces con postularse a Presidente hasta que los sondeos le marcaron el camino de la reelección), las justas porteñas le sirvieron como semifondo para combatir con un pupilo kirchnerista sin demasiada pegada y dejarlo fácilmente en la lona.
Al hombre tampoco hay que negarle sus virtudes: se ha preparado intensamente para el gran momento al cual se enfrenta en los próximos cuatro años. Su fiel ladero Jaime Durán Barba (cual sabio maestro oriental, aunque haya nacido en Ecuador) supo adiestrarlo en las artes de sonreír y mostrar su mejor perfil para las cámaras o escapar a las preguntas más urticantes con evasivas.
Y sobre todo aprendió a evitar que en algún cruce se le “salga la cadena” y empiece a anunciar privatizaciones a troche y moche, elogie funcionarios de la dictadura o menemistas, o prometa muerte y destrucción a “trapitos” y cartoneros. En resumen: un candidato y líder político no nace, se hace.
El camino no ha sido sencillo, aunque algunas circunstancias ayudaron a hacer la cuesta menos empinada: un gobierno nacional que polarizó a la opinión pública y remarcó la importancia del antagonismo inescindible de la política, generó en amplias capas de la sociedad la necesidad de un discurso más light que resaltara las virtudes del “diálogo”, el “consenso” y la “unidad”. O la “revolución de la alegría”.
Se trata fundamentalmente de una clase media que ha disfrutado de los logros de los últimos años, pero a la que “los modos” la impacientan sobremanera.
La falta de un liderazgo real que proviniera de los partidos tradicionales, más allá del de la propia Presidenta, lo encontró a Macri predispuesto a probarse ese traje, aunque representando a una supuesta novedad para el sistema político. A tal punto que se aseguró la estructura del centenario partido radical, casi sin dar nada a cambio.
Su figura glamorosa, su origen en la alta burguesía criolla, sus contactos con el mundo del gran capital, el respaldo de grandes medios de comunicación y los errores de sus adversarios, hicieron el resto.
Lo que termina y lo que empieza
El kirchnerismo cambió en varios sentidos el rumbo de la historia argentina en los últimos doce años y medio. Recuperó la noción de la importancia de un Estado que intervenga en ramas estratégicas de la economía y tenga un papel fundamental en la redistribución de la riqueza.
Tras años de relaciones carnales y sometimiento a los mandatos de los organismos financieros internacionales, se adoptó una política exterior autónoma, con un especial hincapié en la integración latinoamericana, mientras se fue hacia un esquema de desendeudamiento externo con inclusión social, sin caer en recetas ortodoxas.
Amplios sectores, sobre todo juveniles, volvieron a creer en la política como instrumento para cambiar el statu quo. Y cuando la impunidad de los genocidas de la última dictadura parecía consagrada, las autoridades políticas decidieron desandar el camino y emprendieron el de la memoria, la verdad y la justicia.
De hecho, muchas de esas políticas fueron reconocidas por quienes hasta el 10 de diciembre fueron opositores. El propio Mauricio Macri tuvo que dar un giro en el aire en plena campaña y mostrarse partidario de que YPF, Aerolíneas Argentinas y los fondos de jubilaciones continúen en manos del Estado. Incluso mantuvo a Lino Barañao al frente del Ministerio de Ciencia y Tecnología.
El incidente en torno al editorial del diario La Nación que reclamaba la liberación de los condenados por crímenes de lesa humanidad y el compromiso del nuevo gobierno con la continuidad de los juicios demuestran cuánto se ha avanzado en la lucha por los derechos humanos.
También es cierto que algunas sombras oscurecieron parte del trayecto de la última década: una inflación que nunca logró ser dominada; la falta de transparencia en las estadísticas oficiales; un estilo de gobierno poco propenso a aceptar el intercambio abierto y sincero con la oposición; una concentración excesiva de la toma de decisiones en la cúspide del poder y una tendencia poco disimulada al personalismo de los líderes políticos.
El discurso oficial hizo foco en los militantes y no tanto en otros sectores que podían verse beneficiados con las políticas estatales, pero no aceptaban el etiquetamiento ni la incondicionalidad. Cuando en la reciente campaña electoral, se volvió necesario “salir a la calle” a convencer a los indecisos – con una fuerte muestra de voluntarismo -, ya era demasiado tarde. Aunque se estuvo cerca, la idea de un cambio (aunque más no fuera de aire o de color político) pudo más.
En lo que no habrá continuidad seguramente será en el rumbo macroeconómico. Pese a que el nuevo Presidente se catalogue como un “desarrollista”, muchos vean en Alfonso Prat Gay un economista “heterodoxo”, o Federico Pinedo hable de seguir las líneas del primer gobierno de Néstor Kirchner, está claro que se emprenderá un camino de liberalización de la economía.
Ya se anunció el fin de las restricciones en el mercado cambiario, la baja en las retenciones y en los subsidios a las tarifas, mientras que el nuevo ministro de Hacienda busca apoyo externo y la supervisión y aprobación del FMI y de la Reserva Federal de Estados Unidos.
Además, se ubicó a directivos de empresas multinacionales (algunos la llaman “CEOcracia”) a comandar áreas estratégicas del Estado nacional, con el objetivo de lograr una supuesta “eficiencia” que garantizaría el management privado.
En lo atinente a la Ciudad de Buenos Aires sólo cabe esperar que se cumpla con la “autonomía plena”, tantas veces reclamadas por quienes ahora ocupan el Poder Ejecutivo Nacional. Ya se da como un hecho el traspaso de las comisarías de la Policía Federal a la órbita porteña, aunque no se conocen los plazos. Y una mayor coordinación en el transporte entre Nación, Ciudad y provincia de Buenos Aires.
De todos modos, el hecho de que el gobierno comunal tenga el mismo color partidario del nacional y la ascendencia del Presidente sobre el Jefe de Gobierno, hace temer que, más que de autonomía, la relación sea la de un mero apéndice de lo que se resuelva en Balcarce 50. Como en los viejos tiempos en que el Primer Mandatario nombraba al intendente municipal.
La sociedad argentina hizo su elección. En el umbral de un nuevo tiempo, cada uno analizará si se escogió bien o mal el destino común.