Reflexiones desde un bodegón, por Aldo Barberis Rusca |
Sentado a la mesa del bodegón un hombre se tomaba la cabeza y repetía como una letanía: “¿Cómo pude ser tan ingenuo?”, “¿Cómo PUDIMOS ser tan ingenuos?”
Nadie se atrevía a acercarse a ese ser torturado, vencido, derrumbado. Nadie se animaba a preguntarle la causa de su sufrimiento, a qué lo había llevado esa ingenuidad que declaraba y quiénes eran los que habían caído junto a él por ser ingenuos.
El hombre; sucio, desalineado, despeinado; fumaba sin parar y bebía ginebra en una pequeña copa, una tras otra mientras repetía: “¿Cómo pude ser tan ingenuo?”, “¿Cómo PUDIMOS ser tan ingenuos?”.
Los parroquianos se miraban unos a otros pero sin ánimos como para preguntarse entre ellos si alguno lo conocía o si alguien sabía el carácter de su desgracia. Aunque las miradas que recorrían el salón eran todas interrogaciones lanzadas hacia quienes no tenían ninguna respuesta.
Solamente un hombre, sentado en una mesa alejada diametralmente de la del plañidero, parecía ajeno a la letanía constante y totalmente abstraído en las volutas de humo que se desprendían de su cigarrillo y de los anillos que se disparaban de su boca.
Un hombre flaco, flaquísimo, de indomable porra entrecana y nariz prominente que se sentaba con la espalda apoyada en la pared y un codo descansando sobre la mesa y el otro, de cuya mano pendía el cigarrillo del que la ceniza parecía no caer nunca, en el respaldo de la silla.
El hombre flaco, flaquísimo, dio una última pitada a su “Jockey Club”; una pitada intensa, prolongada, profunda que hizo chirriar la brasa del cigarrillo. Un sonido que aunque tenue como el aleteo de una mariposa obligo a que todas las miradas interrogativas se dirigieran inmediatamente a un punto, a ese punto desde el cual partían seis, siete, ocho anillos de humo que al tiempo que se fundían y se disolvían, fundían y disolvían el aire, el espacio y el tiempo y lo dejaban en un estado indefinido, fuera del presente, del pasado y del futuro.
Y en el preciso instante en que el cigarrillo, convertido ahora en un imperfecto cilindro grisáceo, cambiaba de mano y pasaba de la que descansaba en el respaldo de la silla a la que hacía lo propio en la mesa y emprendía su último y fatal viaje hacia el cenicero, un triángulo semidorado que ostentaba en cada lado una palabra que, pudiendo esconder el secreto del tiempo y del universo, solo se limitaba a dibujar las letras de la palabra “CINZANO”; en el instante exacto en que el pucho dio con la superficie de aluminio con ese sonido único que, según afirman, abre por un instante, por un infinitamente breve instante, el cielo o el infierno; en ese mismo momento el hombre sucio, desalineado, desesperado, repitió por última vez “¿Cómo pude ser tan ingenuo?”, “¿Cómo PUDIMOS ser tan ingenuos?” y, como cayendo en la cuenta del silencio que se había producido a su alrededor sacó la cabeza de entre sus manos y dirigió una mirada circular que se posó en el punto focal de las otras miradas interrogantes del bodegón. En la silueta de un hombre flaco, flaquísimo que se recortaba en el contraluz de la ventana y exhalaba un postrero anillo de humo con los ojos cerrados mientras aplastaba el pucho en el cenicero de Cinzano.
Silencio…
Va a hablar el Narigón Cildañez.
“¡Mirá vos que cosa interesante la palabra ingenuo!”
A pesar del uso de la segunda persona del singular la mirada no se dirigía a nadie en particular, más bien flotaba indolente unos cincuenta centímetros por sobre las cabezas de los parroquianos.
“Vos sabés que esto de decir que la familia es la base de la sociedad tiene como antecedente la “gens” romana. La Gens era una institución anterior al estado en la antigua Roma su significado es precisamente familia. Pero no cualquier familia, ¡no!, solamente aquellas familias que descendían de los padres fundadores, los “patricios”
Para pertenecer a una “gens” no bastaba tener una línea de ascendencia sino ser puro, no haber perdido nunca la condición de hombre libre ni la ciudadanía romana. Y quienes pertenecían a una “gens” se llamaban “ingenuus”, ingenuos, es decir puros, nunca esclavos y por eso estaban dentro (in) de la familia (gens) in-genuus.
Con el tiempo las “gens” dejaron de tener peso político y los ingenuos pasaron a ser personas puras, sin maldad, sin malos pensamientos.
Ahora, fijate vos que ingenuo puede usarse como sinónimo de inocente que, aparte de ser el antónimo de culpable, es también la forma de decirle a quien no tiene maldad.
Porque inocente se viene de innocens; es decir sin daño. Porque el inocente es el que no ha hecho daño, lo contrario de culpable, pero también el que no tiene el mal en si mismo, el que no puede hacer daño, el que es puro y no tiene malos pensamientos.
Y este hombre al preguntarse “¿Cómo pude ser tan ingenuo?”, “¿Cómo PUDIMOS ser tan ingenuos?” a su vez se pregunta, pero al mismo tiempo afirma, haber sido, él y otros como él, inocente.
Pero inocente de qué, es la pregunta.
Mirá, te propongo un ejercicio de ingenuidad e inocencia, un ejercicio de pureza de espíritu y de pensamiento bienintencionado.
Seamos ingenuos, o inocentes si querés, y pensemos que los políticos son honestos, que no se quedan con un solo mango más que lo que les corresponde. Que no reciben coimas, ni se llevan plata que no es de ellos. Y a su vez supongamos que no son corruptos.
Claro, vos me decis que si no se llevan guita de otros no son corruptos, pero resulta que no es lo mismo. Ser corrupto es mentir, decir una cosa y hacer otra, prometer y no cumplir.
Entonces, si los políticos no roban y no mienten, ¡que nos queda? Claaaaaro!! Muy bien!! La política. Nos queda la política.
Porque los políticos son aquellos hombres que llevan adelante la actividad política; y la política es “el conjunto de principios y acciones mediante los cuales el hombre aspira al bien común”.
Y ahí está el problema con nuestro amigo; el confió en una política que no aspira al “bien común” sino al bien de algunos que prometen que luego de lograr lo que ellos desean le proporcionarán el “bien” al “común”.
Digamos que eso es una no-política. Pero eso a él no le importaba, porque siempre dijo que no le interesaba la política y que toda la política era una mierda.
En realidad, lo que él quería, y de ahí su supuesta ingenuidad, era formar parte de los beneficiarios de ese bien que no iba a ser común, para todos (y todas), sino para algunos que luego decidirían cuánto, cómo y cuándo darle a los otros (y otras).
La ingenuidad de nuestro amigo no consistió en creer que estos políticos iban a gobernar para todos, su ingenuidad fue pensar que él iba a estar dentro de los pocos.”
El Narigón Cildañez sacó el último Jockey del atado, lo encendió con el último fósforo de la “carterita”, estrujó el paquete rojo, lo dejó en el cenicero, metió la mano en el bolsillo y tiró un par de monedas sobre la mesa, todo al mismo tiempo, como una coreografía repetida miles de veces.
Y caminando entre las mesas se fue yendo.
Si yo fuera ingenuo creería que el camino hacia la puerta lo llevó indefectiblemente hasta la mesa del hombre desesperado, desalineado, derrumbado. Pero la puerta estaba para el otro lado.
No se detuvo, dio una larga pitada que hizo que ese instante se estirara lo suficiente como para decir mientras largaba una espesa bocanada de humo que le obligaba a entrecerrar los ojos.
“No fueron ingenuos… Y no son inocentes”