Hacia fines de los sesenta y principios de los setenta, durante la llamada tercera ola del feminismo, sus escritos experimentaron un desarrollo inédito en tanto se implicaron con la teoría cinematográfica. Directoras y teóricas comprendieron que el cine, como dispositivo privilegiado del patriarcado, participaba de manera contundente en la configuración de las relaciones de género.
Por Jorge Gallo
La idea de Simone de Beauvoir respecto de que no se nace mujer sino que se llega a serlo, encontraba ahora una legitimación inédita; en la dinámica del patriarcado se llega a ser un tipo de mujer -subordinada, excluida y silenciada- y el cine contribuía a reproducir sus roles y expectativas.
Otro cine para otra mujer implicaba atender cuestiones que urgían a realizadoras y teóricas, vinculadas a las nuevas vanguardias; estas iban desde cómo hacer un cine que subvirtiera la narrativa dominante que propiciara la deconstrucción de los arquetipos de mujer que la hegemonizaban, hasta definir quién hablaba cuando un personaje femenino habla.
¿Pueden la narrativa y el lenguaje machistas develar la desigualdad social entre hombres y mujeres? Se tornaba necesaria una ruptura -que en parte todo el cine moderno venía desarrollando desde hacía quince años- pero ahora, en pos de develar una desigualdad todavía más naturalizada. La radicalidad en la puesta en escena fue una opción.
En 1968 una jovencísima Chantal Akerman –a punto de cumplir 18 años- filma el corto “Salteo mi ciudad” con muy pocos medios y conocimientos técnicos. Actuaba la misma Akerman, quien desde una cocina realizaba paulatinamente -con desenfado y hasta cierta comicidad- su destrucción; corrompía un espacio de alienación como forma de superarlo haciendo todo lo que un ama de casa no debería; ensuciar, desordenar, desvirtuar el uso de los utensilios, etc.
El corto es inquietante, su final, aterrador; la joven adolescente abría el gas, se recostaba sobre las hornallas y prendía un fuego. Volaba la cocina y con ella se iba la vida de nuestra protagonista. Akerman presentaba una mirada de extrema perplejidad frente al rol que la sociedad otorga a las mujeres.
Seis años después, ya consagrada en el circuito de las vanguardias del cine europeo y americano, realiza “Jeanne Dielman”. En el film muestra tres días en la vida de una mujer viuda y con un hijo adolescente, Sylvain. Tres horas veinte minutos para mostrar a un ama de casa opuesta a la protagonista del corto.
Jeanne Dielman parece perfecta –siempre de acuerdo a lo que el patriarcado espera de ella-, la vemos en sus tareas domésticas. Todas aquellas imágenes que el cine clásico desdeña, este film las hace parte suya: Jeanne de espaldas lava los platos, Jeanne lustra los zapatos de su hijo, hace café, prepara milanesas, levanta la mesa, hace las camas, todo en tiempo real.
Es la perfecta esclava de su hijo varón, quien indiferente recibe el trato de un rey. Todo está bajo control, todas las tareas automatizadas; poco afecto y opacidad en los sentimientos, condiciones necesarias –también- para una actividad que Jeanne realiza en casa mientras su hijo está en el colegio: la prostitución. Jeanne es la quintaesencia de la mujer alienada: es madre, ama de casa y prostituta.
Jeanne conversa con Sylvain acerca de su padre muerto y alega que ella se casó porque todos lo hacían, aunque no amaba a su marido; Sylvain le refriega que si él fuera mujer jamás se acostaría con un hombre que no le guste, la respuesta de Jeanne es lacónica: “no lo sabes, tú no eres mujer”.
El segundo día algo falla, después de que se va el cliente del día, a ella se le pasa la comida para su hijo, se ha quedado sin ingredientes y este hecho la saca de sí, se mostrará contrariada todo el día y las tareas que siempre realizaba con total automatismo, tropezarán una y otra vez. El tercer día sucederá lo peor, con su cliente experimentará un orgasmo que implicará una imperdonable ruptura del orden desencadenando un final fatal.
¿Por qué se constituyó en la película feminista por excelencia de la época? No solo por la temática; la clave es el punto de vista adoptado. La cámara permanece fija, el plano mantiene una distancia prudente, respeta esa intimidad, no es voyeurista, no espía.
Interpela a espectadoras y espectadores al plantear lo exasperante de una rutina que para la gran mayoría de las mujeres es parte de la vida diaria, cotidiana, de toda la vida. Akerman alucinaba con que el lavado de los platos o la elaboración de la comida diaria, se hubiese constituido en el centro de la vida de las mujeres al servicio de los varones quienes en ese mismo momento desarrollaban sus vidas en la esfera pública, o tal vez, en un impasse, hacían su visita periódica a la prostituta de turno.