Serán los años cuarenta y cincuenta los del apogeo del western, años en los que asuma una forma que romperá con algunos tópicos clásicos del género; para el teórico francés André Bazin, el período de constitución del súper western. Ese western que se avergüenza de cierto carácter elemental del género y ahora incorpora elementos ajenos que profundizarían sus propias temáticas.
Por Jorge Gallo
El primer paso hacia esa nueva concepción fue dado por el más grande creador del género, John Ford, con La diligencia (1939); la cual debe atravesar una ruta cuyo peligro mayor reside en la presencia de los salvajes indios, con Gerónimo, su líder, a la cabeza. En la mayor parte del film el indio no está, es solo amenaza que propicia la discusión interna y expresa las tensiones entre los viajantes, todos blancos.
En el reducido espacio de la diligencia se congregan una coloreada gama de matices sociales y fluyen con descaro los prejuicios de cada uno de ellos. Claroscuros de una sociedad naciente, pocos años atrás desmembrada y ahora recompuesta, en formación; un universo en unos pocos metros cuadrados; mucho diálogo en un género que hasta el momento evitaba poner el acento en complejidades discursivas y descansaba en una visual dominada por el paisaje, la naturaleza, los tiros y las cabalgatas. Aún así, contiene una de las mejores escenas de acción, cerca del final, cuando la diligencia se vea acosada por el ataque indio y todos los viajeros hagan una pausa en sus diferencias y se aboquen a la defensa, además, del clásico duelo final.
En 1943, plena segunda guerra mundial con el occidente democrático cuestionado por nuevos regímenes; William Wellman presentará otro western atípico, “Conciencias muertas” (The Ox-Bow incident) un alegato en torno a la necesidad de ley, problematizada por la opción del linchamiento como alternativa. Un film que prescindirá de varios lugares comunes del western, ni duelo, ni disparos, ni indios, ni soldados; sin naturaleza viva, filmada en estudios. El oeste es salvaje no tanto por la naturaleza dominante o la presencia del indio como por la ausencia de instituciones efectivas de gobierno y de ley y el predominio de la autoconservación armada de los individuos.
En un aislado pueblo del estado de Nevada irrumpe en el saloon un joven que informa que han robado ganado a Kinkaid, un importante vaquero conocido del pueblo, y le han dado muerte. Enseguida, exaltados amigos y conocidos del muerto junto con el ayudante del sheriff que ha quedado a cargo –justamente porque el sheriff está en la escena del delito-, deciden formar una guardia armada para capturar a los tres forajidos que estarían huyendo hacia la frontera. Pero surgen disidencias, aunque también nuevos apoyos. Las primeras alegan que ya están en funcionamiento los mecanismos y en tareas los agentes que gestionarán la acción de la justicia; los segundos, que dichas instancias con sus tiempos garantistas interfieren en ese objetivo. Los primeros muestran prudencia, prevén el desastre y se esmeran en disuadir lo que se presenta como una clara venganza; los segundos, están movidos por algo que parece previo a la existencia del delito, algo así como un sentimiento albergado que pugna por salir mediante la violencia y que ha encontrado una justificación.
Cuando encuentren a los tres supuestos prófugos -un mexicano, un viejo y un forastero-, simularán un juicio previo, sumarísimo, que faltará a todas las reglas estipuladas por la justicia; frente a la ausencia de confesiones y pruebas de culpabilidad -con la declaración de inocencia y el pedido desesperado de autoridades legales de parte de los tres acusados-, se esgrimirán razones espurias, argumentos sesgados para decidir luego por votación entre los integrantes de la partida armada si los cuelgan o los llevan al pueblo para el debido proceso; la mayoría optará por la pena capital y así se hará.
Cuando la partida armada llegue al pueblo -satisfechas sus ansias de revancha-, será comunicada por el sheriff la impensada noticia: Kinkaid se recupera de las heridas recibidas y los delincuentes han sido capturados. El desasosiego es mayúsculo, el saloon se puebla de caras apesadumbradas y espíritus devastados. El director William Wellman reflexiona sobre la venganza, la ley, el linchamiento y la justicia a través de un género sumamente popular que ahora cobra un dinamismo nuevo, un aire renovado que dará lugar a los mejores títulos por venir.
Apostilla, al margen, aunque no menor, ¿qué hubiese pasado si los tres colgados acusados efectivamente hubieran cometido el delito? ¿el linchamiento es válido si el linchado es victimario? ¿No se desvirtúa así el noble objetivo del film? Esto es un problema común en el cine americano, sobre todo de esa época. Siempre la víctima –sea de linchamiento, de la pena de muerte, del prejuicio social- es inocente, pura y virtuosa. Un axioma sostiene esta inevitabilidad: “si no eres inocente (total), no puedes ser víctima (de nada)”. Esto no es privativo del western, en esos años es lugar común en todos los géneros, aunque Wellman da una vuelta de tuerca más: los colgados no solo no habían cometido asesinato, sino que tampoco ha habido asesinato.