Política cultural, Política laboral

Política Cultural
Por Aldo Barberis Rusca

| Contaba Helvio “Poroto” Botana en su magnífico libro “Memorias: Tras los dientes del perro” una historia, seguramente apócrifa, atribuida a San Francisco de Asís que relataba que en un pueblo había un perro muerto en las escalinatas de la iglesia.

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El perro llevaba ahí varios días sin que el municipio se encargara de disponer de los restos, lo que hacía que el aire se llenara de moscas y olores nauseabundos.

El pueblo se reunía al pie de las escalinatas y protestaba contra el alcalde, el gobernador, el párroco, el obispo y contra toda autoridad que pudiera tener alguna responsabilidad.

De pronto se acercó al grupo San Francisco intrigado por ver a la congregación así de exaltada y preguntó cuál era el motivo; a lo cual la gente le respondió airadamente si no veía el espectáculo atroz del perro muerto descomponiéndose en el portal de la iglesia.

El pobre de Asís se abrió paso entre la multitud, se acercó al perro y dijo “¡Qué hermosos dientes tiene! Parecen perlas”

Esta historia tiene dos certezas: una, que seguramente no será cierta, pero debería serlo; y otra, que este cronista cuenta con un bagaje claramente limitado de recursos, habida cuenta que debe ir por la cuarta o quinta vez que cuenta lo mismo.

Sin embargo la enseñanza es ciertamente válida: aún en medio de la podredumbre pueden brillar los dientes del perro. Como perlas.
¿A qué voy con todo esto? Veamos.

La última dictadura militar esparció su pestilencia de muerte y miseria durante casi ocho años en la Argentina y sus efectos se prolongan hasta la actualidad. Sin embargo en medio de toda esa corrupción se pueden ver, como los dientes del perro, algunas pequeñas perlas.

A partir de 1980 el monstruo ya causaba un poco menos de miedo y se empezaban a escuchar algunas voces contrarias al régimen de facto y, aprovechando que los militares eran “más brutos que zapato de tambero”, a través de hechos culturales se pudo filtrar mensajes en la casi seguridad de que no serían comprendidos por las autoridades.

El tema “Dinosaurios” de Charly García y la película “Tiempo de revancha” de Adolfo Aristarain, por ejemplo, pertenecen a esta categoría.
Otro de los “dientes del perro” que aparecieron sobre el final de la dictadura fue el movimiento de bares que florecieron en toda la Ciudad de Buenos Aires, algunos puntos del conurbano y del interior y que merecería que alguna vez se haga una historia.

A partir de 1979 o 1980 surgieron decenas de bares donde se hacía música y poesía, se realizaban puestas teatrales y muestras de artes plásticas.

Lugares como Jams, Jazz & Pop, Melopea, Bar Latino, La Trastienda (la original de Thames y Gorriti), Locos de Buenos Aires, La Chimenea, hervían de actividad y fueron refugio de músicos consagrados y trampolín de otros emergentes.

En esos pequeños escenarios se pudieron ver y escuchar a Lito Nebbia, Horacio Fontova, Alejandro del Prado o Jorge Marziali, entre los más conocidos. A los uruguayos Yabor y Jaime Roos o a los desconocidos por estas pampas pero no en su Chile natal Eduardo Peralta y Florcita Motuda, hoy Diputado Nacional chileno y participante del festival Lollapallooza.

Hasta 1984/85 todas las noches centenares de músicos, actores y poetas desplegaron su arte en un sinnúmero de pequeñas salas abarrotadas de gente. Basta buscar la página de espectáculos de algún diario de la época para encontrar la cantidad de artistas, famosos, conocidos e ignotos, que noche a noche desplegaban su arte.

En 1984 el gobierno democrático de Raúl Alfonsín estableció el “Programa Cultural en Barrios” que, entre otras actividades, estableció un ciclo de conciertos gratuitos todos los fines de semana en varios escenarios: Hall del San Martín, Parque Centenario, Barracas de Belgrano, etc. Allí se podían ver y escuchar a las figuras más relevantes del momento: Mercedes Sosa, Vitale-Baraj-González o Luis Alberto Spinetta, entre otros.

El problema fue que si tenés un boliche en Medrano con un show programado y Mercedes Sosa está tocando gratis en Parque Centenario, lo más probable es que en poco tiempo tengas que cerrar. Y fue lo que pasó.

Para 1985 no quedaba nada de aquel movimiento. Ni los bares ni los músicos, de los que hoy muchos ni se acuerdan, salvo por un puñado.

En ese momento me di cuenta que lo mejor que puede hacer el estado por la cultura es no hacer nada. Y es en el único ámbito en el que me declaro cien por ciento liberal.

Pero esto no quiere decir que no deba existir una política cultural, pero ésta debe ser fundamentalmente una política laboral.

Los agentes culturales: músicos, actores, artistas plásticos, etc. son (somos si se me permite la inmodestia), al igual que los médicos, ingenieros, camioneros, etc. trabajadores; y como tales necesitan que su fuente de trabajo sea fomentada y protegida igual que una fábrica.

La política supuestamente favorecedora de la cultura de Alfonsín terminó con un movimiento incipiente que, al menos en lo musical, estaba generando una propuesta nueva que fusionaba el tango con el folclore, el rock, la murga y los ritmos latinoamericanos que se abortó sin dejar prácticamente nada.

A partir de 2004, con la tragedia de Cromañon, una serie de reglamentaciones que hacen prácticamente imposible la habilitación de locales ha limitado las posibilidades de los artistas, músicos muy particularmente, de ejercer su derecho al trabajo y ha otorgado a los ámbitos donde se puede actuar la posibilidad de pactar condiciones de trabajo indignas e ilegales (trabajo “a la gorra”, por pre venta de entradas o incluso pagando para trabajar).

Los artistas necesitamos que la política cultural sea una política laboral. No necesitamos que se nos dicte acerca de qué escribir o cantar, o que se nos diga qué valores debemos resaltar. Nada de eso favorece a la cultura.

El estado debe fomentar y proteger nuestras fuentes de trabajo y asegurarnos la libertad de ejercerlo sin limitaciones.

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