Por Verónica Ocvirk *
“Volvieron a la ciudad las tomas de colegios”. “Hacen el curso de piqueterismo en la escuela”. “De estudiar, ni hablemos”. “Hay que enseñarles de una vez por todas que al colegio se va a estudiar”. “Son vagos que están ahí tirados con el porro”. “Y encima, parte de la patente que pagamos se deriva a las escuelas”. “Los padres que permitan a sus hijos tomar un colegio deberían ir presos”.
Las frases –todas textuales- resonaron en el prime time televisivo entre septiembre y octubre de este 2022, cuando los y las estudiantes de casi una treintena de secundarios de la Ciudad de Buenos Aires decidían, como reclamo por diferentes demandas, organizar una serie de protestas que en varios casos derivaron en la toma de esas instituciones. Más allá de lo exageradas o grotescas, se trata de premisas que sintonizan bastante bien con la mirada que gran parte de la opinión pública sostiene respecto del conflicto estudiantil que desde hace un poco más de una década estalla con intermitencias en territorio porteño.
Recapitulemos. La chispa inicial se encendió el último año en el Mariano Acosta, más concretamente el viernes 23 de septiembre, pasada la tarde y finalizado el último turno escolar. Los y las estudiantes habían decidido en asamblea tomar el colegio debido a un rosario de reclamos entre los que sobresalían la calidad y cantidad de viandas enviadas por el gobierno de la ciudad, el estado de los edificios escolares, la obligatoriedad de las prácticas laborales no rentadas para estudiantes de quinto año y la solicitud de que las comunidades educativas pudieran formar parte de la discusión del presupuesto para el área en 2023.
El estudiantado repetía que mil veces intentaron hablar con la gente del Ministerio, y que mil veces no los recibieron. Que las reformas fueron inconsultas. Y que cuando arrancaron la toma ese 23 de septiembre les cortaron la luz, un hecho que –denuncian- resultó del todo intencional.
La bola empezó a rodar, y a agrandarse, y unos días después otras escuelas -un poco en solidaridad con el Acosta, otro tanto porque compartían la mayoría de los reclamos- avivaron con sus propias medidas de lucha el chispazo que para entonces ya se había convertido en llama y que la mayoría de los grandes medios retrató con la iconografía que para este tipo de coberturas ya resulta un clásico: las pancartas, las rejas con candados, los pelos de colores, los pañuelos verdes, los cánticos, cierto parafraseo en sorna del lenguaje inclusivo y naturalmente la típica, por lo general blanca y enorme sábana que desde las fachadas escolares proclama en grandes caracteres: “escuela tomada”.
Cómo se cocina una toma
“Entre las conducciones la postura suele ser homogénea: no acordamos con la herramienta de la toma. Nos preocupa que sean menores que quedan solos y que ocupen un lugar que es de todos. Ahora bien: eso no quiere decir que estemos hablando de vándalos enardecidos que van a romper todo. Creo que se llegó a esta situación por la falta de diálogo ante una serie de demandas que en buena parte de los casos estaban muy bien argumentadas. Los chicos no son locos: no están pidiendo cualquier cosa”, reflexiona Estela Fernández, rectora del Instituto Juan B. Justo de Villa del Parque, donde el centro de estudiantes decidió organizar un pernocte sin suspensión de clases.
“No acompañamos la metodología y tampoco podemos permanecer en la escuela porque formalmente no somos autoridad durante una toma, pero no es que nos vamos a nuestras casas como cualquier día. Tenemos diálogo con los estudiantes, nos quedamos hasta último momento y dejamos a disposición nuestros teléfonos personales”, explica y señala que en las instalaciones del instituto no se registró una sola rotura y que el estudiantado se manejó con una enorme responsabilidad, cuidando en todo momento la seguridad y el bienestar de los chicos y chicas.
Los procesos de toma desgastan. Arribar a la decisión puede llevar muchas horas de discusión y requiere a la vez de cosechar apoyos y lograr consensos, porque cuatro estudiantes en soledad jamás serían capaces de tomar una escuela. “La toma es el extremo de la lucha cuando las demás instancias se agotaron. Pero además es un espacio de recontra formación política, porque tenemos que llegar a la decisión por mayoría, elegir cuál va a ser la modalidad, organizar la seguridad, la comida, el orden y el cuidado dentro del colegio, cómo se va a dar la comunicación con los padres. Obvio que no tomamos para aprender todo eso, pero sí vivimos la democracia en el sentido más explícito y literal. En educación cívica te explican cómo es una elección presidencial, pero hasta que no participás en una asamblea y votás, o formás parte de una comisión, no lo entendés de la misma manera”. Quien habla es Juan Rub, hasta este 2022 presidente del centro de Estudiantes del Juan B. Justo.
“Hubo quien propuso toma, pero no teníamos la cantidad suficiente de gente para bancarla. Y como en la escuela hay también jardín, primaria y terciario, íbamos a tener mucha gente en contra. Al final dijimos ‘no tomemos’, y organizamos el pernocte. Durante la noche estuvimos solos, una de las chicas tenía un chat en el que iba informando a los padres, conseguimos comida de organizaciones del barrio. Terminamos durmiendo poco, hicimos una asamblea para definir cómo seguíamos y obviamente hubo también momentos de distensión. Todo salió impecable. Y las clases pudieron dictarse como siempre al otro día”, relata.
Isabella Spatola es coordinadora del Centro de Estudiantes del Mariano Acosta y formó parte de “la cocina” de la toma que literalmente “encendió la mecha” del conflicto estudiantil porteño. Cuenta que tras unos “raros” años pandémicos las discusiones se retomaron, y fue ahí cuando cayeron en la cuenta de que los reclamos seguían desde hacía mucho tiempo siendo los mismos. Discutieron, convocaron a asambleas, luego a sentadas, y luego a movilizaciones de las que participó la Red Nacional de Centros de Estudiantes “Renace”.
“Mandamos cartas pidiendo diálogo, y lo único que veíamos era que las cosas empeoraban”, relata. Al Mariano Acosta van cerca de 850 estudiantes que tuvieron que dar quorum y ponerse de acuerdo para tomar la escuela un solo fin de semana, sin suspensión de clases. “La discusión fue muy larga, llevó varios días y la toma terminó decidiéndose en asamblea. Adentro de la escuela estábamos solo nosotres, pero desde afuera nos apoyaba gran parte de la comunidad educativa. Estuvimos todo el tiempo muy contenidos”.
A la medida de lucha en el Acosta se sumaron otros condimentos: para empezar, el gobierno porteño inició un sumario administrativo contra el vicerrector Julio Pasquarelli por “alentar la toma”, hecho que el directivo desmintió en varias entrevistas en las que advirtió incluso que no concuerda con la modalidad de la toma, aunque sí con los reclamos que llevaron a concretarla.
Otro escándalo se armó alrededor de la noticia falsa sobre los baños del colegio, que algunos medios exhibieron como destrozados tras la difusión de imágenes por parte del ministerio de Educación, cuando en realidad esas fotos habían sido subidas por los propios pibes y pibas semanas atrás, denunciando la desidia del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y organizándose para pintarlos.
Sin embargo el momento más álgido llegó cuando a los padres cuyos hijos e hijas habían participado de las tomas (tanto en el Acosta como en otras escuelas) comenzaron a llegarles denuncias penales y civiles pidiéndoles sumas que en algunos casos alcanzaron el millón y medio de pesos reclamados como compensación por los daños y perjuicios durante las jornadas sin actividad escolar.
De acuerdo a Spatola, la cosa ocurrió así: según marca el protocolo establecido por el Gobierno de la Ciudad en 2018, cada vez que se toma un colegio se labra un acta y las autoridades deben llamar a los padres y madres de estudiantes para preguntarles si quieren pasar a retirarlos o en cambio les permiten permanecer en la escuela. “Nos aseguraron que los números de teléfono de nuestros papás se iban a usar solamente para dar ese aviso. Y al otro día nos enteramos que esos datos sirvieron para hacer las denuncias”, detalla la estudiante.
Según confirmó a esta cronista el área de prensa del Ministerio de Educación porteño “el tema sigue su curso en la justicia”, aunque no brindaron datos sobre el número de familias involucradas, ni sobre montos solicitados, ni sobre el desagregado de ítems por los cuales se está reclamando el dinero.
“Hay madres y padres para todo. Algunos se asustan y se apostan en la puerta de la escuela, otros apoyan a distancia, otros se enojan, la mayoría no dice nada. Los grupos de whatsapp arden, pero también arden cuando se organiza la fiesta de fin de año o el regalo del día del maestro”, relata Marie, cuyo hijo participó este año de un pernocte en el Liceo 9 de Belgrano.
“A mí no me genera intranquilidad que se queden solos en la escuela. Conozco muy bien cómo se manejan los centros de estudiantes y en algunos casos muestran más organización y eficiencia que el propio colegio”, advierte y enfatiza que, si bien entre los motivos de la toma “el tema de las viandas fue el más publicitado”, en el Liceo el principal motivo de queja fue el de las prácticas laborales, no tanto por la pasantía en sí sino por la improvisación total de la propuesta en la que “los pibes iban de acá para allá sin mucho sentido”.
“No pasó nada en el pernocte. Los chicos se quedaron ahí una noche, limpiaron, se fueron. Lo que como familia nos afectó fue saber que nuestros nombres se usaron para perseguir. Más allá de que esas denuncias no progresen, amedrentan. Fue muy fuerte a nivel simbólico recibir en medio de la noche un llamado preguntando ‘sos tal, sos la madre de tal, vos sabés dónde está’. Así empezó la conversación. Me remitió a la dictadura militar. Y eso no se los perdono”.
Un poco de contexto
La toma se titula un documental que Sandra Gugliotta estrenó en 2010: narra el desarrollo del conflicto que en 2010 enfrentó a los estudiantes del Nicolás Avellaneda con el gobierno porteño -principalmente alrededor de la propuesta de una nueva currícula- y registra desde adentro, con ritmo y una distancia prudente las tensiones que más allá del “toma sí-toma no” atraviesan en estos tiempos la escuela secundaria.
El documentalista Alejandro Hartmann también se ocupó del tema en El Nacional, una película que pone el foco en la actividad militante del centro de estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires durante 2018 y funciona, según celebró la crítica, “como el retrato del despertar de la conciencia cívica de una nueva generación que muchas veces se estrola contra situaciones propias de otra época”.
En 2006 se desencadenó en Santiago de Chile el movimiento secundario más grande desde la vuelta de la democracia en el vecino país: cerca de 600 mil chicos y chicas salieron en la calle por un reclamo en apariencia nimio –la inundación de un liceo-, y la movida derivó en una protesta sin precedentes que se dio en llamar la “Revolución Pingüina” y llevó al centro del debate la profunda desigualdad que subsistía –y aún subsiste- en modelo educativo chileno.
En septiembre de 2014 el hashtag #VoudeSaia (“voy de falda”) irrumpió en las redes sociales para hacerse eco de una protesta en Río de Janeiro: un grupo de alumnos varones de la escuela Pedro II de esa ciudad, una institución supertradicional, fueron al colegio en minifalda para mostrar su apoyo a una compañera trans que días antes había sido instada a concurrir al establecimiento en pollera. Con su vistosa protesta estos estudiantes consiguieron poner en agenda las regulaciones de género que suelen operar en las escuelas, así como las respuestas que el estudiantado ensaya para transitarlas.
“En la Argentina los procesos de tomas de secundarios empezaron a hacerse más fuertes en 2010. Hubo casos en Córdoba, y en Buenos Aires alcanzó la máxima efervescencia cuando se puso en discusión el cambio curricular en la secundaria. La toma suele ser el último recurso cuando no queda otra, cuando previamente se hicieron reclamos que no fueron escuchados, como la única forma de visibilizar una situación problemática y conflictiva”, analiza Pedro Núñez, doctor en Ciencias Sociales (UNGS/IDES) e investigador Asistente del CONICET con sede en el Área Educación de FLACSO Argentina, que ha estudiado largamente los procesos de participación política de los estudiantes.
“Es cierto que tomar la escuela implica un empoderamiento de los y las jóvenes. Pero a la vez atraviesan muchas dificultades: no es fácil tomar una escuela y esa es una dimensión que no siempre se ve, incluso está la dificultad emocional por la estigmatización que sufren de parte de los medios de comunicación, de grupos políticos, de otras familias y hasta de sus propios compañeros y compañeras”, explica.
Según el experto no se trata de un fenómeno extensible a todos los secundarios porteños (se concentra principalmente en aquellos de mayor tradición de participación política, que son alrededor de 20), pero así y todo marca una pauta. “Muchas veces la crítica es que es la clase media la que visibiliza una cuestión como la de las viandas. ¿Y? No pasa nada. Lo que importa es que están poniendo el tema en agenda”.
“Por lo general se opina en torno al acontecimiento que está sucediendo, la toma, pero raramente se lo inscribe dentro de un proceso de conflictividad política más amplio. Hay mucho de lo que sucede alrededor de una toma que no llega a verse. A eso hay que sumarle que post pandemia la gente ha quedado muy sensible en torno al tema del cierre y apertura de escuelas”, reflexiona y marca también que las juventudes suelen ser en nuestra sociedad muy estigmatizadas. “Así como hay discursos que enfatizan en la solidaridad y la empatía, otros ponen el acento en la peligrosidad y el desinterés. Como sea –remata- la juventud siempre está tensionada entre ser la esperanza del futuro y el chivo expiatorio de todos los males”.
¿Qué nos queda?
“Si yo en una escuela enseño que está habilitado cerrarla, quitarle la oportunidad de aprender al resto de los chicos porque estoy en desacuerdo con algo, les estoy diciendo que está bien cortar la calle, que está bien acampar en la 9 de julio, que está bien tomar un espacio privado. La escuela enseña valores, el modelo de sociedad que queremos”, enfatizó en pleno conflicto ante la señal de noticias TN la ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, Soledad Acuña. “No se puede votar algo que es ilegal –agregó-. No importa el mecanismo en el que se decida”.
“La verdad es que lo que digan los medios, o que nos bardeen la ropa, no nos afecta tanto. Porque nosotros estamos discutiendo política, y ellos están discutiendo otra cosa. Lo que sí nos importa es la respuesta del gobierno de la ciudad, que fue cortarnos la luz, difundir fotos falsas de los baños del colegio y mandarnos la policía a nuestras casas”, opina Spatola.
“A nosotres nos quedó un aprendizaje muy grande. Muchas veces repetimos que la política es herramienta de cambio, ahora vimos que realmente lo es y que siempre hay que militar por la persona que tenemos al lado. Tal vez hoy me puedo ir a comprar un sandwichito a la cantina, pero no me voy a quedar tranquila si la compañera que tengo sentada al lado va a pasar hambre porque no le llegó la vianda”, concluye.
El Ministerio de Educación sí convocó tras las tomas al estudiantado, aunque según denunciaron los centros de estudiantes lo hizo en forma fragmentada, llamándolos por separado y atomizando los reclamos. “Lo que debería hacer la autoridad en estos casos es presentarse en las escuelas tomadas y escuchar. No podés tenerles miedo a los chicos”, reflexiona la rectora Fernández.
“Creo que vamos a tener que buscar nuevas alternativas de protesta, porque en seguida te mandan a los medios a decir que somos todos vagos tomacolegios –advierte por su parte Rub-. La sociedad argentina debería poder dar una segunda mirada a la actividad de los centros de estudiantes y escuchar nuestros reclamos. A mí el mes del conflicto me cambió la vida, todo lo que implicó ponernos de acuerdo, gestionar, hablar con los medios, llevar nuestros problemas a una escala nacional, ir a tener una reunión al ministerio. De hecho fue lo que me convenció de estudiar Derecho para intentar hacer un aporte a la política”.
“No se trata de romantizar –concluye Fernández-, pero sí podemos pensar y rescatar que son chicos tomando medidas colectivas para reclamar por algo que consideran justo. Ok, no es la manera. Entonces como adultos tenemos la obligación de generar los mecanismos de diálogo para que puedan expresarse. Y si hay reclamos que no corresponden, se les marcará. Paulo Freire decía que la libertad sin autoridad no es libertad. La autoridad tiene que estar, pero tiene que ser una autoridad legítimamente reconocida que esté ahí para resguardar, para ofrecer, para cuidar, para cobijar. No hay que tenerle miedo a la rebeldía adolescente: hay que escucharla y enmarcarla”.