La relación que el director de cine establece con el espectador está determinada por la forma de representación que caracteriza a su obra. Suele pendular entre dos tipos ideales, por un lado, la narrativa más clásica que se apoya en un vínculo de identificación del espectador con el personaje protagonista a través de la empatía con sus acciones y el enternecimiento con su padecer, en busca de la catarsis en su conquista final, y por otro, la narrativa moderna que a partir de un distanciamiento del espectador con el protagonista propicia más la reflexión que la emoción, o al menos, que la segunda no enturbie la primera.
Por Jorge Gallo
Ahora, este esquema ¿es válido para todos los espectadores, tanto varones como mujeres? El cine clásico no solo construye un vínculo preciso con el espectador, también establece pautas espectatoriales desiguales según el género.
Es así que al varón se le ofrecen héroes idealizados que le reflejan la imagen de su yo más perfecto, pensemos en los westerns, en el cine policial, el de acción. A su vez la espectadora mujer con el melodrama recibe imágenes de mujeres victimizadas, sufrientes que refuerzan la sensación de impotencia y desigualdad que experimentan fuera de la sala cinematográfica. Personajes masculino (malos o buenos) sujetos de la acción, y personajes femeninos objetos de la acción masculina; el dispositivo cinematográfico potencia la representación de la desigualdad sexual naturalizándola.
En los años sesenta y setentas, época de grandes cambios en las relaciones interpersonales y entre los sexos, Margarethe von Trotta – referente del nuevo cine alemán -, va lograr establecer con sus filmes una nueva relación con la espectadora mujer.
Sus protagonistas – siempre mujeres – se presentarán activamente comprometidas en una lucha por definir sus vidas, hallar un rumbo propio y forjar su identidad en tensión permanente con un entorno que menoscaba permanentemente sus esfuerzos y presiona por volverlas al carril que el sistema prescribió.
Y si sus personajes también sufren y explicitan su carácter de víctimas, esto ya no será experimentado por las espectadoras como natural, como propio de ser mujer sino como producto de una coacción social, como producto de una forma de organización social que estipuló un lugar acotado para ellas.
En su primer film “El segundo despertar de Christa Klages”, von Trotta presenta a esta mujer que roba un banco con el fin de poder financiar un jardín de infantes con una pedagogía alternativa que está a punto de quebrar agotadas ya todas la vías de apoyo oficial.
Su actitud desafiante al orden constituido captura la atención de Lena, una empleada – y rehén – del banco, que iniciará por su cuenta una pesquisa sobre Christa que no solo le permitirá comprender el móvil del robo, también pondrá en cuestión sus escuetas expectativas de vida.
Se establecerá una solidaridad de género – tema central en la filmografía de la directora alemana -, condición necesaria para comprender que esa restricción no es individual sino propia del colectivo de mujeres en la sociedad patriarcal.
Christa, perseguida por la policía, buscará cobijo en la casa de una antigua y muy querida amiga, Ingrid, quien, sometida a su marido se ha relegado a una elemental vida hogareña.
Ingrid al redescubrir a Christa verá aflorar añejos pero no olvidados deseos juveniles de libertad y realización personal que lenta pero firmemente ha ido abandonando. Intentará ayudar a su amiga pero será testigo junto a Lena del fracaso del objetivo de Christa; ambas presenciarán el desalojo de las maestras y los niños del jardín por el dueño del local quien ha decidido alquilarlo a un sex-shop.
El robo del banco se ha mostrado infructuoso y peligroso, pero fue justamente la nobleza del objetivo buscado por Christa y su empeño, lo que ha hecho tomar conciencia a otras dos mujeres de una situación que las enclaustra en tanto mujeres.
Este efecto traspasa la pantalla, no se limita a Ingrid y a Lena, también a la gran mayoría de las espectadoras mujeres que, a diferencia del dispositivo espectatorial del cine clásico, vivencian – reflexión mediante – esta victimización ya no naturalizada ni inevitable, sino construida de tal forma que ellas esperen sentadas al príncipe azul que las venga a rescatar.
Para von Trotta no hay tal príncipe, suponerlo es entrar en el juego que el patriarcado estableció para ellas, de ahí que en sus películas la esfera pública – masculina – intente restringir y limitar una y otra vez la solidaridad entre mujeres que amenaza su orden.
Solidaridad que encuentra el punto álgido en el film, cuando, una vez Christa detenida, sea enfrentada a Lena en la comisaría por toda la cúpula policial – todos varones – que le preguntan si la reconoce como autora del robo. Lena, luego de observarla atentamente, negará absolutamente haberla visto nunca, ante una bien disimulada sorpresa de Christa.