Perderse en la masa indiferenciada, asumir la normalidad de manera absoluta y esmerarse en negar la contradicción social, suelen ser las acciones que espera de la ciudadanía toda ideología totalitaria, aquella que penetra hasta los pliegues más íntimos de la vida social. Al teñir esas relaciones con la marca del control y la uniformidad otorga tranquilidad al drama del miedoso, quien en el fondo es manipulado y usado, temeroso de perder su mundo mezquino y timorato.
Por Jorge Gallo
Ese perfil ideológico es funcional al orden individual que el capitalismo engendró hace ya doscientos años y que encuentra reformulaciones más drásticas en épocas de crisis con sus diversas resoluciones, ya sean salidas autoritarias – fascismos, dictaduras – u ortodoxas – neoliberales, ajustes -, abstraídas de ambas las posibilidades emancipatorias.
El arte puede aproximarse a esta dinámica social, bien poniendo el acento en sus bases materiales más concretas, bien describiendo modos de vinculación en las relaciones de producción, o bien, indagando en los elementos político ideológicos que las sostienen, fundamentan y retroalimentan.
Bernardo Bertolucci, en su adaptación al cine de la obra de Alberto Moravia “El conformista”, analiza aquello que está detrás de un determinado comportamiento de clase: la ideología.
Esa clase es la clase media, su comportamiento está centrado en una estrategia: la aspiración al orden como solución mítica de todos los problemas; su marco ideológico es el pensamiento pequeño-burgués.
Marcello, integrante de la alta burguesía, está hastiado de la decadencia de su clase expresada en dos hechos primigenios, fue abusado de niño por el chofer de la familia – al que cree haber matado – y experimentó un vínculo desafectado con su madre.
El rechazo se manifestará en el sentido anhelo de una vida “normal”, que implicará dos acciones: por un lado, el casamiento con Giulia, “una mujer mediocre, un cúmulo de ideas y ambiciones mezquinas, pura cama y cocina, la normalidad”.
Y por otro, su inserción en la policía secreta de Mussolini; su tarea consistirá en facilitar, a partir del vínculo con un ex-profesor suyo – el comunista Quadri -, el acceso a su casa en Francia donde está exilado y así poder asesinarlo. Marcello entiende que para expiar el crimen que cree haber cometido en su niñez, es necesario este otro.
Marcello confiesa estos hechos al cura que sorprendido pregunta si él pertenece a algún grupo subversivo; incólume, Marcello niega: “No, no. Pertenezco a un grupo que persigue a todos los subversivos”, el cura es categórico: “Ego te absolvo”.
Marcello se casa con Giulia y aprovechará su luna de miel en París para contactar con el profesor Quadri y su mujer. Los cuatro comparten salidas mientras entablan un vínculo amistoso que no empañará el objetivo de Marcello: el asesinato y la consecución de la normalidad.
Un contacto fascista los sigue paso a paso, será este quien apriete el gatillo para decretar la muerte del profesor y su esposa; Marcello, como buen pequeño-burgués, es un pusilánime, su especialidad es la delación.
Cuando el régimen caiga y Mussolini sea desplazado, Giulia temerá por su marido; ella siempre supo de la implicancia de Marcello en el asesinato de Quadri: “no me importó, yo era tu mujer y te amaba, y a demás, ese hecho fue un paso importante en tu carrera, cumpliste con tu obligación”.
El fascismo – así como las dictaduras o los propiciadores de climas destituyentes – aprovecha la retórica pequeño-burguesa para sus fines, que no son precisamente los mismos que los de la clase media, pero que se hacen funcionales. Giulia, siempre dispuesta a mostrar una apariencia de corrección, sabía todo lo que pasaba; callaba y otorgaba.
Con Mussolini detenido, Marcello saldrá a la calle a acusar de fascistas a gente que en su momento lo cobijó; él insiste en ser normal. Pero ahora, la normalidad consiste en combatir al fascismo que se desmorona.