Los profesores a cargo de los talleres gratuitos que se brindan en 36 centros culturales porteños padecen cada año un destrato en las condiciones de trabajo por parte de su empleador, el Gobierno de la Ciudad. Una inestabilidad estructural que ya lleva 17 años.
Por Mateo Lazcano para la Cooperativa de Editores Barriales EBC
Más de 800 profesionales comenzaron el año con gran preocupación. Son los talleristas que trabajan en los ciclos oficiales Programa Cultural en Barrios, Orquesta Juvenil, Circuito de Espacios Culturales e Inclusión Cultural de los 36 centros culturales porteños dependientes del Gobierno de la Ciudad. La situación es histórica y a comienzos de este 2022 volvió a tener un nuevo capítulo. Ya entrado febrero, el grupo no había percibido los salarios de enero y se anticipa que las irregularidades se mantendrán este año. Los docentes tienen a su cargo talleres gratuitos de distintas variedades de expresión cultural y administrativamente dependen de la Dirección General de Promoción del Libro, las Bibliotecas y la Cultura, situada dentro del Ministerio de Cultura porteño.
“Los programas fueron creciendo y ampliándose, con una propuesta que es muy interesante y tiene buena respuesta”, introduce María Sol Copley, docente de flamenco y delegada de ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) en el Ministerio. El inconveniente está en la modalidad de contratación y lo que ello conlleva.
“Originalmente trabajábamos como monotributistas y así nos mantuvimos durante bastante tiempo. En una época de grandes pases a plantas, antes de la llegada del macrismo, nos pasaron a planta transitoria. El tema es que a nosotros, como éramos docentes, era raro que nos coloquen en una ‘planta administrativa’. Y ante ello, nos inventaron una transitoria que se llama ‘Planta transitoria de docentes no formales’”, explica.
“El asunto es que quedamos encuadrados en ese Frankenstein. Somos los únicos en todo el Gobierno de la Ciudad que la tenemos. Lo que tuvo de bueno es que pasamos a aportar, pero nos dejó serias dificultades”, advierte antes de enumerarlas. “Todos los años nos dan de baja y nos vuelven a recontratar al siguiente, lo que hace que no tengamos ninguna antigüedad, ya que el recibo dice que comenzás a prestar servicio en enero de ese año. Además, como no tenemos estatuto propio, estamos regulados una parte por el régimen del convenio docente y otra por el régimen administrativo. No se precisa qué licencia tenemos o qué nos corresponde”, señala, aclarando que esta inestabilidad lleva 17 años.
En su cargo de delegada, Copley asegura que cada noviembre recibe “decenas de consultas de los talleristas con dudas acerca de si se les renovará o no su contrato”. Y agrega: “Es una incertidumbre terrible. Hasta hace poco, incluso, ocurría que a veces en el mismo marzo, antes de empezar, algunos se enteraban que se habían quedado sin trabajo”.
La cuestión salarial es otro motivo de reclamo. “Hoy, la hora cátedra se cobra la mitad que un docente de Educación y pese a que aportamos como tales, no percibimos ningún beneficio. No tenemos por caso ningún reconocimiento por título”, detalla la delegada de ATE.
Copley asegura que el trato a nivel dirigencial en muchos casos “no es malo”, pero la traba está cuando la demanda llega más arriba. “Siempre tienen una excusa para todo. O que el Ministerio de Hacienda no gira la plata o que no tienen recursos porque les recortan la coparticipación o la crisis, lo que fuera. El tema es que con los años esto no hace más que empeorar”, afirma.
En 2018, ATE presentó un proyecto de ley para regularizar la situación laboral de los docentes y jerarquizar los programas en cuestión. La propuesta consiste en crear un marco normativo ad hoc para este grupo, que quedaría cuadrado dentro de la Educación No Formal. El texto establece derechos de los trabajadores, condiciones de estabilidad, protocolo para ingreso y traslado del personal, régimen de licencias y suplencias, horas y cargos, entre otros aspectos.
El proyecto está paralizado, aunque desde ATE sostienen que están en negociaciones con legisladores de la oposición para volver a presentarlo. El gran escollo es la composición de la Cámara, con mayoría del bloque oficialista, de donde necesitarán indudablemente apoyos para que sea ley. Mientras tanto, prometen “no bajar los brazos”.
“Crecimos mucho en organización este último tiempo, a pesar de que tenemos una traba fundamental: trabajamos en decenas de lugares y horarios distintos, y la mayoría no nos conocemos la cara, a pesar de ser compañeros”, describe Copley. Como forma de ejercer presión para lograr el tratamiento del tema tanto en el Ministerio como en la Legislatura, el sindicato anticipa que para finales de marzo o principios de abril habrá una acción de protesta.
Dedicación y amor por la tarea en primera persona
“Hago taller de fotografía, que tiene la complejidad de lo costoso que resulta la cámara o el rollo. Cuando se rompe algo, lamentablemente cada uno se tiene que hacer cargo, no hay ningún recurso económico para afrontarlo”, comenta un docente de fotografía que dicta clases en los centros Marcó del Pont y Chacra de los Remedios. Y plantea: “Contamos con unas 10 o 15 personas en el taller, y hace poco le sumamos lo más moderno, que es fotografía por teléfono celular. Lo hago con mucha dedicación, pero por suerte tengo otro trabajo porque si no, estaría muerto. Con 20 horas cátedra que tengo a cargo estoy sacando unos 30 mil pesos, una cifra insignificante para lo que puede salir una cámara profesional para dar clases”.
Otra tallerista, a cargo de dibujo y pintura para adultos y plástica para niños en el Centro Roberto Arlt, destaca la “oportunidad inmensa de los centros culturales (…). No solo desde el desarrollo personal, sino lo que sucede en los grupos. La contención que allí se brinda y la gente que concurre es maravillosa”, dice. “Como docente puedo decir que el aprendizaje que acá hacemos es impresionante. Hemos adquirido un saber pedagógico que para mí no se dimensiona lo suficiente. Es tremendo el trabajo territorial que se hace, y esto es lo que se defiende en cuerpo y alma”, añade.
Por su parte, una profesora de charango, en plena mudanza de espacio y con pasado en el centro Discepolín, destaca la variedad de edades entre las personas que concurren a las clases. “Tengo una alumna que tiene 80 años. El espacio del taller, doy fe, además de promover el acceso a la cultura de las vecinas y vecinos, incorpora lazos e inclusión”, revela. Y cierra: “Muchas veces hicimos listas con lo que nos falta con esperanza de que algo nos llegue. Pero mientras tanto nos arreglamos entre nosotros. Hace poco, por ejemplo, se armó un bombo hecho de manera reciclada con un tacho de pintura. Seguimos, mientras esperamos el reconocimiento”.