Fundación

No es la primera vez que comienzo una nota hablando de mi tío Luis, de las circunstancias por las que me regaló lo que para un chico de 17 años era un montón de plata y de cómo gasté esa plata casi exclusivamente en libros. Y seguramente no será la última.

Por Aldo Barberis Rusca

La historia es simple; mi tío Luis se retiró de su trabajo por invalidez y recibió una indemnización importante de la cual me regaló lo que sería el equivalente aproximado a un sueldo y ese dinero lo gasté en su mayor parte en la Librería Fiorentino de Parral y Yerbal.

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Enzo Fiorentino era un librero; es decir, era la representación más cabal de lo que hasta la llegada de las megalibrerías uno deseaba que fuera un librero. Un hombre culto, apasionado, malhumorado, arbitrario. Dicen que el peor desplante que uno podía hacerle era pedirle descuento y peor aún argumentar que en otra librería el mismo libro estaba a un precio menor.

Cuentan que en su ubicación primitiva de Av. Rivadavia al 5000 solían reunirse algunos personajes de la cultura porteña de los años 60 y que era uno de los pocos libreros que vendían las obras de Sigmund Freud en épocas de bastones largos.

Lo que si me consta es que solamente ahí se podía conseguir “El monte análogo” de René Daumal y que detrás del mostrador existía una puerta secreta, oculta tras una biblioteca que conducía a un sótano al que solamente unos pocos elegidos tenían acceso y que contenía la colección particular de Fiorentino; colección que consistía especialmente de libros de literatura médica de todas las épocas. Yo no llegué a pertenecer a esa pequeña logia de iniciados en los secretos del sótano pero sí pude ver la puerta.

El local de la librería era inusualmente pequeño para ese tipo de negocio y estaba atiborrado de libros del piso al techo en enormes estanterías, en el piso, en mesas y sobre el mostrador detrás del cual estaba la puerta oculta tras una estantería y cuyo picaporte se escondía detrás de un libro que años después supe era la edición en octavo mayor de “Die Kultur der Renaissance in Italien” de Bruckhardt. Pero en ese momento yo no sabía nada de Bruckhardt ni de “octavos mayores”, solamente necesitaba encontrar un ejemplar de “El monte análogo” y todas las librerías donde había preguntado o lo desconocían o lo consideraban agotado hacían incontables años.

Fiorentino me miró por sobre los lentes y me sometió a un exhaustivo interrogatorio indagando porqué, quién, cuándo, y cómo había accedido yo a saber acerca del libro y porqué lo quería. Una vez satisfecho retiró el antiguo libro del anaquel, introdujo su mano y abrió la puerta que dejó al descubierto una escalera por la que se perdió y volvió al rato trayendo el pequeño libro.

“Siempre estoy atento a las reediciones, me dijo, para comprarlas completas. No es un libro para que lea cualquiera”. Pero Enzo Fiorentino sabía de mi amor por los libros desde el momento en que había llegado con el dinero que me regalara mi tío Luis a gastarlo en literatura de “Ciencia Ficción”.

Cómo ya conté alguna vez en esta misma columna el anaquel de la Ciencia Ficción estaba ubicado detrás de la puerta de entrada y de ahí saqué incontables libros de Bradbury, Clarke, Sturgeon, Le Guin y, por supuesto, Asimov. El primer libro que le compré de Isaac Asimov fue el segundo de lo que era la “trilogía de la fundación”, “Fundación e Imperio” y que luego pasó a ser una saga de cerca de 20 libros que incluyen la “Serie de los robots”, la del “Imperio Galáctico” y la de la “Fundación”.

Pero en ese momento estaban escritos solamente “Yo, robot”, acaso su libro más famoso, y la Trilogía de la Fundación. Asimov, más allá de sus virtudes como escritor que son muchas, ha dejado como herencia algunos puntos que son claves en la cultura. A él debemos la palabra “Robótica”. En el libro “Yo, robot” establece uno de los estándares de la literatura de ciencia ficción, “Las tres leyes de la robótica” y a su vez inventa la palabra “robótica”.

Otra creación suya son los “Saltos hiperespaciales” y el riesgo de salir de los mismos dentro de un planeta o de una estrella. Pero lo que más me llamó la atención de la serie de la “Fundación” fue el concepto de la “Psicohistoria”.

La “psicohistoria” es una disciplina creada por Harry Seldon que le permite calcular con gran precisión el destino del imperio, basado en la premisa que, la existencia de varios miles de millones de humanos, hacen posible la aplicación de algoritmos a su conducta global. Este estudio le permite determinar que el Imperio Galáctico colapsará en 300 años y que a ese colapso le sucederá una era de 30.000 años de barbarie. Y si bien el colapso y la barbarie son inevitables el establecimiento de una “Fundación” oculta donde se conserven conocimientos y saberes puede hacer que esos 30.000 años de barbarie se limiten a solo 1.000.

La predicción de las conductas sociales a partir del manejo de grandes cantidades de datos no es otra cosa que lo que hoy se conoce como “Big Data”, otra creación de Asimov, por lo visto.

Y si siguiéramos en esa línea, tal vez no sería mala idea establecer una “fundación” que conserve los valores que pretendemos defender ante el avance de la barbarie que hoy parece adueñarse del país y el mundo. Se podría partir de una pequeña librería, de libros, de libreros, y de un grupo de gente que esté dispuesta a no ceder ante la ignorancia.

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