Cromañón aun duele

La peor tragedia de la Ciudad de Buenos Aires


Se cumplen trece años de la peor tragedia en la Ciudad de Buenos Aires. El incendio en el boliche de Once dejó 194 muertos, centenares de heridos, traumas en los sobrevivientes y destapó el manejo corrupto de funcionarios y empresarios. En duros testimonios, un vecino de Villa Urquiza presente aquella noche junto a su hijo recuerda la dramática experiencia, y la madre de una chica fallecida cuenta cómo buscan, desde una ONG, que no vuelva a ocurrir un hecho semejante

Urquiza se Organiza

Por Mateo Lazcano

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El 30 de diciembre de 2004, en Villa Urquiza, Oscar se tomaba el colectivo para acompañar a su hijo Juan Ignacio de 15 años y sus compañeros Bruno y Joaquín al recital que la banda de rock que éstos seguían brindaría para cerrar un exitoso año. Esa misma tardecita, se acercaban desde Merlo Erica Lizarraga junto a un excompañero de escuela y su hermano, hacia un boliche de Once al que nunca habían ido.

El lugar era Cromañón y la banda Callejeros. Lo que no sabían era que los esperaba una trampa mortal. Un lugar con la habilitación vencida, con el triple de gente de la permitida, las puertas de emergencia clausuradas por el dueño, material inflamable en el techo y el uso de bengalas, avalado por el propio grupo musical, convirtieron esa noche en trágica acabando con la vida de 194 personas. Fue la peor tragedia de la historia de la Ciudad de Buenos Aires.

Oscar recuerda que su hijo había insistido todo ese año con Callejeros. Y que en la cena de Navidad cuando le comentó que iría a verlo, le retrucó: “Si no vas conmigo, no vas”. Juan Ignacio aceptó y sumó a dos compañeros. Se acercaron a Bartolomé Mitre y Jean Jaures, en

Once, antes de las siete de la tarde. “Me sentía extemporáneo. Había ido a recitales pero en mi época”, dice Oscar. Finalmente, y luego de un cacheo que define como “riguroso”, ingresaron a República Cromañón.

Cuando el inicio del show estaba más próximo, Erica junto a su compañero y el hermano de él estaban en los baños de la parte de arriba y decidieron bajar al campo, para estar más cerca del pogo. A la mujer la convencieron de permanecer en la parte superior, porque dada la cantidad de gente podían aplastarla. Apenas empezó Callejeros a tocar, se encendieron las bengalas, comenzó el fuego y se cortó la luz. Quisieron volver para buscarla, pero no pudieron hallar más a Erica.

Oscar también había elegido permanecer arriba, un lugar “más tranquilo” de la parte donde estaban los adolescentes. “Hacía mucho calor. Las escaleras estaban atascadas de gente. No terminó el primer tema cuando empezó a incendiar el techo, había fuego. Entonces los chicos se empiezan a dispersar y queda un hueco en el medio. Por allí pude bajar e ir hacia la puerta entre el griterío y una acumulación de gente impresionante”, relata.

Al salir ya habían llegado los bomberos e intentaban abrir las puertas de emergencia que habían sido trabadas con candados y alambre. “Como éramos de ir a la cancha y sabíamos manejarnos en eventos masivos, habíamos acordado que, si nos perdíamos, nos encontrábamos en la esquina de Mitre y Jean Jaures”, dice el vecino de Villa Urquiza.

Al rato apareció Bruno, y Joaquín, dolorido porque había sido aplastado. Como no encontraban a su hijo, se acerca a la entrada del boliche. El escenario era de terror: “En cada baldosa, a lo largo de esa cuadra, había un cuerpo. Los chicos que salían tomaban el agua servida de la calle porque el humo les quemaba la garganta. Yo recién ahí tomé conciencia, pensaba que nos habíamos salvado todos”, comenta Oscar.

Juan Ignacio finalmente fue rescatado por los bomberos; en “tiempo de descuento” se sincera su papá. Le costaba respirar y escupía de color negro. Tenía un nivel casi mortal de contaminación con monóxido de carbono. Estuvo internado quince días, le colocaron respirador, le hicieron resonancias magnéticas diarias y debió ingresar a la cámara hiperbálica. El diagnóstico fue una “neumonitis química”.

Esa noche, Angélica González salió junto a su esposo al recibir noticias de lo que había ocurrido en el recital al que había ido su hija Erica Lizarraga, de 21 años. Sus acompañantes fueron internados en delicado estado. Pero ella no aparecía. El 31 de diciembre fue un día entero de búsqueda. “Amontonados en Defensa Civil, desbordados, buscando su nombre en las listas”, describe. Angélica recibió el año nuevo en la Morgue Judicial con la terrible noticia de que su hija había fallecido.

Luego de momentos de negación, donde no podía sobrellevar la situación de la pérdida, decidió vincularse con otros padres en igual condición. Lo hizo primero con el grupo del Dr. Iglesias y finalmente pasó a integrar la ONG Familias por la Vida, que preside Nilda Gómez. Se contactaron con sobrevivientes y con la ayuda de psicólogos tratan de sobrellevar la situación y el trauma.

A lo largo de este tiempo trataron de vincularse con padres que perdieron a sus hijos. “Es importante estar unidos. Se formó una comunidad que a mí me ayudó a no sentirme sola. A veces estamos todos bajoneados pero sentimos que tenemos que estar bien por el bien de otros. Sin embargo hay muchos que están deprimidos y prefieren estar solos. Lamentablemente hay padres de chicos que han fallecido por depresión. Nadie está preparado para esto”, explica acongojada Angélica González.

“Familias por la vida” tiene su sede en Once. A una cuadra donde estaba ubicado Cromañón se encuentra el santuario. “Se formó como algo místico. Los padres lo preparamos, lo ordenamos juntos, poníamos la foto de nuestros hijos. Los padres la remábamos solos al principio. Organizábamos las marchas, pensábamos qué hacer cada día 30”, dice la madre de Erica Lizarraga. Y afirma con dureza: “Yo no se si hubo justicia. A (Aníbal) Ibarra no lo citaron, los presos entraron y salieron, la banda siguió tocando. Y cuando pasan cosas como Time Warp una a veces siente que lo que hacemos no alcanza”.

Oscar dice que vivió, luego de la Tragedia, tres tiempos. “El primer tiempo fue difícil. Me costó vincularme con los papás al ser sobreviviente, enfrentar a padres que perdieron hasta sus dos hijos, o a su nieta y sus hijos. Me costó en ese primer período mostrarme, porque es normal sentir esa culpa, o que ellos se pregunten ‘por qué vos si y mi hijo no’. Hay personas con el mismo nivel de monóxido de carbono que mi hijo que fallecieron, entonces cuesta. Me daba hasta vergüenza esa situación”, explica. Luego vino el “segundo tiempo”, donde su foco fue en la búsqueda de justicia e incluyó marchas, seguir el desarrollo del juicio y las condenas.

“Ahora estoy en un tercer tiempo. Tratamos de mover el amperímetro para cambiar cosas en la sociedad. Entendimos que esa noche a nosotros nos besó la muerte pero nos abrazó la vida. Si sobrevivimos es porque tenemos muchas cosas para ayudar y para dar”, dice Oscar.

Entre las acciones para evitar que vuelva a suceder un nuevo hecho semejante, destaca la sanción de la Ley de protección a víctimas de delitos. “Ahora se protege al victimario durante todo el proceso y lo posterior. Con asistencia, con contención psicológica, pero también durante el proceso del juicio, que es algo que el común de los ciudadanos no conocemos y debemos afrontar”. Oscar destaca que a la víctima se la debe acompañar y ayudar y no contener, como se suele decir, porque “contener se contiene a alguien que está fuera de sí”.

Desde la ONG que integra Angélica, van por el mismo camino. Brindan talleres en las escuelas, donde cuentan su experiencia y explican a los alumnos cómo cuidarse en los lugares donde salen a divertirse. Cuentan con una línea telefónica 0800 donde reciben denuncias que cualquier ciudadano hace respecto a boliches en infracción. Ellos remiten el reclamo a la Agencia Gubernamental de Control y reciben un detalle de la inspección. “Es una forma de dejar un legado, para evitar que nadie vuelva a pasar por esto”, dice la mujer.

“El estrés postraumático es duro”, define Oscar, quien dice que al sentir olor a quemado se altera. “Cromañón es una piedra que nunca nos vamos a poder sacar. Tenemos que encontrarle un lugar, de alguna forma, para que no nos pese tanto”, cierra.

Angélica debió soportar un cáncer de hígado que la tuvo a maltraer. Finalmente se curó y pudo cumplir el anhelo de terminar el secundario. Hoy trabaja en la ONG a la que se integró luego de la tragedia, y recibe el cariño de su marido, su hijo y sus nietos.

“Por la forma en que perdieron la vida, fue una masacre”, define crudamente Angélica. “La música no mata, sino la irresponsabilidad de quienes deben cuidarte”, sentencia Oscar.

Este 30 de diciembre se cumplirán trece años y rememorarán, una vez más, la noche en que la codicia, la corrupción y la soberbia, tiñeron de dolor a Buenos Aires y se llevaron 194 vidas.

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