El mercado autorregulado

El liberalismo clásico concebía al Estado de manera muy diferente a la forma que hoy le conocemos. Ese cambio implicó un proceso que tuvo un punto de inflexión en los años treinta de siglo pasado cuando toda una civilización se transformó. Fue aquella que brilló en el siglo XIX dominado por el mercado autorregulado, por un sistema de equilibrio de poderes que impidió guerras prolongadas y por el patrón oro internacional que simbolizó una organización única de la economía mundial.

Por Jorge Gallo

Esa civilización empieza a mostrar su agotamiento con la primera guerra mundial. El siglo XIX dio lugar a la revolución industrial que generó una superabundancia de mercancías jamás vista antes. Pero una de las columnas sobre la que se asentaba su desarrollo demostró ser una utopía total: el mercado autorregulador.

Aún así, mientras funcionó, en términos de alentar una voraz acumulación de capital, la concentración que propiciaba condenó a las masas a la más absoluta de las miserias y a las condiciones de mayor desprotección de la vida, la previsión y la dignidad humanas.

En la misma Europa pero en los márgenes del mundo desarrollado podemos apreciar durante el siglo XIX las consecuencias más atroces que ese Estado mínimo crea en la población mayoritaria, en el fragor de la constitución de un mercado financiero, industrial y de la fuerza de trabajo, cuando no existen límites a la codicia, al usufructo en pos de la carrera por la ganancia y donde los pruritos morales son abandonados con un pragmatismo desvergonzado.

Andrzej Wajda describió esto con contundencia en “La tierra prometida” (1975) situando la escena hacia 1870 en la ciudad industrial de Lodz, en una Polonia sometida al yugo alemán y ruso.

Tres amigos veinteañeros: uno polaco, Karol, es hijo de una familia de la nobleza feudal venida a menos que anhela el lustre perdido y aún mantiene las formas tradicionales que Karol reniega ya que atenta contra su lógica capitalista de venderse al mejor postor.

Otro, alemán, Max, hijo de un pequeño industrial que conserva aún ciertos límites a la rapiña y que su hijo aborrece, ansioso por pertenecer a la industria más dinámica.

Finalmente, uno judío, Mauricio, quien no duda en traicionar, sin que se le mueva un pelo, a miembros de su comunidad, de quienes ha obtenido préstamos por esa misma condición. Los tres se lanzan a la aventura de tener su propia fábrica de algodón.

Karol, protagonista principal, ha sido ejecutivo de varias empresas que disputan sus servicios por ser fiel representante de los intereses patronales frente a los obreros.

Cuando en un accidente un operario pierda su brazo en la hilandería, se lamentará a viva voz por los metros de tela perdida que la sangría de la amputación provocó y ordenará a grito pelado volver al trabajo a los compañeros que absortos observan al compañero sin brazo.

Sin miramientos reprenderá al abogado de la fábrica cuando este se muestre preocupado por el reclamo de una madre de familia por su marido degollado en otro accidente, espetándole “no nos interesa su humanismo, aquí todos somos máquinas”.

Los tres amigos tienen el terreno y solo algo de capital, el atractivo erótico de Carlos se gana los deseos de Mada, la esposa de Zucker, un capitalista judío. Entre las sábanas se hace de una información que le permitirá especular con una compra-venta de algodón y obtener una ganancia extraordinaria en pocos días.

Con ese ímpetu llevará adelante su aventura empresarial con sus amigos en una alocada carrera que describe suicidios de empresarios quebrados, incendios fraguados para cobrar seguros, tráficos de influencias para lograr ganancias extraordinarias, incorporación de nuevas tecnologías que dejan cientos desempleados sin ningún amparo, el uso y abuso del poder para hacerse de favores sexuales de jóvenes trabajadoras y más.

La juventud desembozada no alcanza para competir con capitalistas establecidos, es más, sus pulsiones incontrolables pueden ser una desventaja. Han inaugurado la fábrica, están sin metálico y deciden, por el momento, no asegurarla.

La aventura amorosa de Karol con Mada, la esposa de Zucker, provocará la ira de este cuando se entere. Y esa noche, la fábrica arderá. De nuevo en el punto de partida, el desánimo no los detiene. Comenzarán de nuevo.

Un nuevo rico, Müller, quiere casar a su tonta hija con un polaco de linaje, piensa en Karol que anda en problemas financieros; quien sin dudarlo renunciará a casarse con su prometida prima y forjará este matrimonio por conveniencia que simbolizará la alianza de la nobleza venida a menos y la burguesía ascendente que tiene dinero pero no títulos.

Wajda hace un salto en el tiempo, vemos en un gran palacio a Karol con su esposa y su hijo en pleno festejo de cumpleaños con lo más selecto de la sociedad. En un apartado Karol junto a sus socios y otros capitalistas resuelven reprimir la protesta obrera que mantiene parada a las fábricas por mejores condiciones.

Suenan disparos de la guardia civil, un trabajador enarbola un pañuelo rojo y cae alcanzado por las balas. Aquí aparece ese Estado liberal clásico, con una función de gendarme casi exclusiva, sin distinción entre Estado y clase dominante, solo para garantizar los contratos entre privados; son los inicios en esa región de la organización del movimiento obrero.

Se ingresa en un largo proceso que evidenciará los límites de ese estado, que requerirá de una autonomía relativa para garantizar el desenvolvimiento pacífico de las naciones frente a un mundo que se complejiza y que no puede sostenerse en el mercado autorregulado.

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