El largo camino de la educación o “cómo aprender mucho y saber poco”

Aldo Barberis Rusca

Hace muchos años, allá por el mes de marzo de 1966, una mujer, mi madre, me puso un delantal blanco, me peinó a la gomina, me dio la valija de cuero que me había regalado mi tío Cado, que pesaba lo que una condena aún sin todo el cargamento de manuales, cuadernos, blocks de dibujo, sobres de papel glasé y cartuchera de tres pisos llena de lápices de colores, lapicera Scheffer pluma descubierta con cartucho azul lavable, goma lápiz-tinta y sacapuntas y me llevó de la mano hacia lo que sería el comienzo de “el largo camino de mi educación”.

Eran otros tiempos, con decir que ese fue el año en que sacaron el primero “inferior” y el “superior”, una modificación pedagógica revolucionaria: se pasó de terminar la primaria en sexto grado a terminarla en séptimo en la misma cantidad de años.
Durante los siguientes doce años, siete de primaria y cinco de secundaria, un ejército de profesionales de la educación, maestros, profesores e idóneos, intentaron con éxito variable, meter a presión en mi cabeza y la de muchos otros conocimientos que nos servirían en la vida adulta.

Mi paso por la primaria fue, digamos, feliz a partir de quinto grado. Sin sobresaltos mayores logré terminar esta etapa como abanderado, mejor alumno, aplauso, medalla y beso.

La secundaria fue otra cosa, cambié varios colegios y terminé en una escuela nocturna privada que, literalmente, cotizaba en metálico notas y asistencias. Al menos no repetí ningún año.

A los 18 años era todo un Bachiller Nacional listo para ingresar en la universidad y/o al Servicio Militar a aprender a “dar la vida por la patria”, lo que en 1978 pudo llegar a ser rigurosamente cierto. Ninguna de las dos cosas sucedieron, pero no es eso lo que nos interesa. Lo que sí interesa a los fines de esta columna son esos doce años en que todos los argentinos somos, o deberíamos ser, estudiantes.

Durante esos doce años (y por favor tengan en cuenta este número de años) el sistema educativo se empeñará en que sepamos leer y escribir en castellano, operar matemáticamente, historia, geografía, ciencias naturales, física, química, funcionamiento del estado, geografía física y política, rudimentos de otros idiomas, música, artes plásticas, deporte y algunas, varias, cosas más; fundamentalmente a permanecer durante muchas, muchas horas sentados y callados.

Y sucede que cuando uno llega a determinada edad comienza a recordar su juventud. Esto marca, tal vez, que uno se empieza a poner viejo.

El próximo ingreso de mis nietas al primer grado me hizo recordar esos momentos y todo lo aprendido durante mis doce años de educación, a hacer una especie de “racconto” de lo aprendido y a comprender la cantidad de horas que estuve al pedo sentado en una silla dura como una piedra, en un aula donde nos cagábamos de frío como monjes medievales perdiendo el tiempo en memorizar (ustedes dirán aprender, pero era memorizar) datos que nos servirían cuando fuéramos adultos y que hoy, siendo ya esos adultos, no nos sirven para nada.

Y no nos sirven para nada de un modo muy concreto.

En el año 1975, durante mi tercer año, creo que teníamos geografía política de Europa y Asia. Y si no era en tercero habrá sido en cuarto.
Pues de todo lo que aprendimos, memorizamos y padecimos; sobre todo los que se llevaron la materia a diciembre, marzo, previa y aún repitieron el año, de todo eso una buena parte, yo diría que bastante más de la mitad se ha esfumado. “Todo lo sólido se desvanece en el aire” titula Marshall Berman a su libro más famoso; nada más cierto.

Cuando pienso que hubo chicos y chicas que repitieron de año por no saber la capital de Yugoslavia, algo peor que la pirosis retro esternal me sube del estómago a la boca. Porque no sé si recuerdan que hubo en un tiempo no muy lejano un país que se llamaba Yugoslavia y otro que se llamaba Checoslovaquia donde hoy hay otros que se llaman Serbia, Montenegro, República Checa, Eslovaquia, Bosnia Herzegovina, Macedonia.

Y es que había que aprenderse de memoria países y capitales que hoy ya no existen; y por el contrario hay otros que nunca estudiamos, por el simple hecho de que no existían. Pero hay cosas peores, bastante peores.

En tercer o cuarto año se enseña a los estudiantes los primeros rudimentos de física y química y, como parte de esto, la estructura de los átomos, con su núcleo y sus electrones dando vueltas como pequeños sistemas solares. Pues lamento decirles que se está enseñando un modelo que está perimido hace ya más de cien años y que no tuvo vigencia más que por un brevísimo período. Si es que la tuvo, lo cual es también discutible.

Y lo mismo podríamos decir de casi cualquier asignatura que hayamos cursado en esos doce años de educación; todos o casi todos los contenidos que nos han enseñado y en muchos casos se siguen enseñando son saberes erróneos, desactualizados y, en definitiva, inútiles.

Así y todo, nuestros nobles planificadores escolares, con un implacable entusiasmo digno de causas más nobles, insisten en recargar la currícula educativa con nuevos “saberes”: tecnología, ecología, nutrición, computación y sexualidad, entre otros, tal vez apabullados por la inmensa proliferación de conocimiento que ha crecido exponencialmente en los últimos, digamos, veinte años.

Durante mi escuela primaria estudiábamos con un manual que se iba pasando de hermano a hermano, o entre primos o vecinos durante años y un libro de lectura. El manual estaba dividido en matemática, ciencias naturales, historia, geografía, lengua y moral y civismo; y pare de contar.

Si revisamos la mochila de un estudiante hoy encontraremos cantidad de libros de las más variadas materias explicadas de las formas más extravagantes según criterios de dudosa eficacia.

Creo que ha llegado el momento de que la educación de un giro trascendental en su formulación que debería comenzar quitándole a la escuela la responsabilidad de enseñar todo lo que se debe, o se supone que se deba saber.

La realidad nos demuestra que los chicos aprenden por su cuenta más aún de lo que aprenden en el sistema escolar. Se han realizado experiencias dejando computadoras con conexión a Internet entre niños que nunca habían tenido contacto con la informática que en pocas horas, aprendiendo en forma colaborativa, las estaban utilizando para obtener información sin ningún tipo de ayuda de un “docente”.

Deberíamos ir hacia un sistema en el que los alumnos salgan de su educación secundaria con un perfecto dominio de sus habilidades lógico matemáticas y de lectoescritura y comprensión de textos.

Dominando estos dos campos cualquier persona podrá adquirir todos los conocimientos técnicos, culturales, artísticos o científicos que precise, podrá ejercer un pensamiento crítico y podrá realizar una lectura independiente de la realidad.

Lamentablemente la coyuntura, las crisis recurrentes, la inercia sistémica de los claustros docentes, la apatía de los políticos y, sobre todo, la ignorancia supina reinante en todo el sistema educativo se encargará de que todo se mantenga como está mientras declaran que para ellos “lo más importante debe ser la educación”.

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