La canción del Laurel

Reflexiones desde un bodegón
Logo El Barrio PueyrredónEsta nota es una de las 24 creadas por la “pluma” de Aldo Barberis Rusca publicadas en el periódico EL BARRIO VILLA PUEYRREDÓN en “Reflexiones desde un Bodegón”, fondín de Pueyrredón que nadie puede confirmar o negar su existencia. Siéntese en la mesa junto a la ventana, pídale un café al Gallego y conozca esta historia: la del periodista del barrio, Laurel Camaressi.

Ni una mosca volaba aquella tarde en el boliche. El gallego parecía andar en puntas de pies por sobre las trajinadas baldosas en damero blanco y negro del piso, tratando de que las cucharitas no golpearan en los platos y lanzando miradas fulminantes, todos los que entraban saludando en voz alta.

El televisor mostraba la imagen del canal de noticias, pero sin sonido el locutor parecía solo una cabeza metida adentro de una pecera.
Los parroquianos eventuales tomaban su cortado a los apurones y salían despedidos del bodegón como si estuvieran impulsados por una fuerza de repulsión incontenible. Los habituales, callaban y miraban de reojo hacia la mesa del fondo donde un hombre se tomaba la cabeza con ambas manos, los codos apoyados sobre la mesa, mordiendo un lápiz como un caballo que tasca el freno y mirando con ojos vacíos la hoja en blanco de un cuaderno.

Nadie hablaba, nadie se movía, nadie revolvía el café con leche: el Laurel Camaressi no podía escribir; y si el Laurel Camaressi no podía escribir algo malo iba a pasar.

Pero algo realmente malo, algo fatal a escala cósmica; al menos la extinción de la vida sobre la faz de la tierra. Por que al Laurel Camaressi nunca, pero nunca jamás se le secaban las palabras en el momento de escribir.

El Laurel Camaressi era el periodista del barrio y, si se quiere, la contrafigura perfecta del Gordo Locura; flaco y pobre defendía sus ideales con firmeza pero sin pasión, todo lo contrario del gordo que había amasado una pequeña pero considerable fortuna poniendo una pasión desenfrenada en defender ideas en las que no creía.

Camaressi no solamente que jamás aceptó que le corrigieran o recortaran una nota, sino que nunca aceptó que le impusieran o al menos propusieran acerca de que escribir ya que consideraba que la independencia de un periodista no se debería limitar a poder expresarse libremente sino que se debía extender a la elección del tema y del medio donde debería publicarse.

“Si el mensaje es el medio, decía parafraseando a Mc. Luhan, entonces no es lo mismo una nota en “La Vanguardia Socialista” que en la revista de los criadores de Aberdeen-Angus.”

Este dogmatismo ideológico no había sido bueno para la carrera de un periodista novel que, al no aceptar ningún tipo de indicación ni de consejo por parte de sus superiores, deambuló de una redacción en otra durante años sin lograr un trabajo estable.

Al principio le era fácil conseguir trabajo, ni bien era despedido de un empleo su estilo de escritura impecable y su solidez argumental le permitían elegir donde llevar sus notas siempre entre varias opciones.

Pero con el correr del tiempo su fama de díscolo, intransigente y obcecado le fue cerrando puertas que ya nunca más se abrieron y lo dejaron sumido en el infierno de la depresión, el alcohol y la venta de celulares y AFJP.

Y ahí estaba el Laurel Camaressi, revolcándose en el cieno de su fracaso, gozándose en su sufrimiento y lamiendo sus heridas, cuando fue rescatado por un viejo periodista que lo conociera cuando hacía sus primeras armas en las redacciones.

El Viejo, como lo llamaban, siempre había sentido simpatía por el Laurel Camaressi, por que veía en él lo que podría haber llegado a ser en caso de no haber traicionado todas sus convicciones a cambio de un buen sueldo. El Viejo lo saco del arroyo, lo lavó, lo vistió, lo puso en condiciones y le regaló un periódico barrial para que lo trabajara y donde pudiera decir lo suyo sin tener que obedecer a nadie.

Y en eso estaba el Laurel en el momento en que falló la inspiración y ya no supo que escribir. El momento de sentarse a escribir era para él un instante de éxtasis místico. El corazón le latía como una estampida de caballos y se le hacía un vacío en el pecho que lo tiraba hacia abajo y lo hacía sentir como un clavadista mexicano al borde del risco. Claro que Camaressi fomentaba estas sensaciones comenzando a escribir cuando ya todos los plazos estaban vencidos, las pruebas en la imprenta y la vista de todos clavada en él y en su Lexicon 80.

Pero el Laurel llegaba; a último momento, siempre teniendo a todo el mundo con el corazón en la boca y el culo fruncido, pero llegaba. Algunos dicen que era para que no hubiera tiempo para corregirle las notas, pero en realidad lo hacía de puro pedante y soberbio, porque sabía que todos lo estaban mirando mientras se enloquecían por el cierre y él fumaba, tomaba café y hablaba por teléfono. Y sabía también que ese momento mágico de cargar la hoja pautada en el carro de la máquina solo tenía sentido si era un salto al vacío.

Y luego ese otro momento, ya no mágico, sino sensual y erótico de arrancar la última hoja y firmarla a lápiz con una única palabra: Laurel.
En realidad el Laurel se llamaba Enrique Jorge Camaressi, pero sus nombres de pila se habían perdido para siempre cuando siendo apenas algo más que un adolescente El Viejo lo había apodado “el Laurel”.

En esa época de compromisos políticos férreos la palabra laurel estaba llena de significados y connotaciones, de referencias a la independencia, a la resistencia y a la victoria sobre el imperialismo y los poderosos.

El laurel provocó visiones a los oráculos griegos, coronó las cabezas de los guerreros romanos y de los trovadores y bardos medievales, alivió los dolores de San Martín y embriagó a los poetas románticos. Laurel era un nombre más que apropiado para Camaressi; podía dar sabor y podía matar.

Aunque la realidad era menos heroica. El Viejo le puso ese mote porque, según él, tenía “la misma cara de boludo que el de “el gordo y el flaco”; Stan Laurel”

Ahora que ya no tenía a nadie que lo apurara, ni que lo corrigiera, ni que le diera indicaciones, seguía dejando la redacción de su nota editorial para el último momento, cuando ya el imprentero tenía que entrar en máquina.

En ese momento el Laurel llegaba al boliche, con su cuaderno tamaño oficio y sus lápices negros HB, se sentaba en una mesa apartada y se mandaba una nota de nueve mil caracteres en un ratito que, para los parroquianos, era una eternidad de silencio respetuoso hacia el escritor comprometido.

Pero ahora la cosa andaba mal, estaba por empezar la hora del almuerzo y el Laurel tenía ahora las manos entrelazadas en la nuca, la frente apoyada en la mesa y el lápiz se le había partido en la boca y los dos pedazos le colgaban de las comisuras de los labios como dos colmillos amarillos uno de los cuales terminaba en goma de borrar.

Laurel se sentía frustrado, fracasado, inútil, avergonzado, humillado, derrotado, impotente, incompetente y ultrajado. Pero no se iba a dar por vencido, no estaba acabado, aún le quedaba un último recurso, el último madero al que se podía agarrar antes de hundirse, una tabla de salvación que le había tirado el Viejo en la misma época en que se había convertido en su mentor, al ver que su manía de dejar todo para la hora del cierre no tenía esperanzas de modificarse.

“Sabés Laurelito, le dijo una noche en que como siempre había entregado la nota con todos los plazos vencidos, alguna vez esto te va a salir mal y no vas a tener un puto lugar donde esconderte por que te van a cagar a patadas desde el jefe de redacción hasta el linotipista.

Así que mejor que tengas esto siempre a mano, es tu ultimo recurso”. Y le entrego un papelito doblado. “Guardalo, no lo abras, es importante que sólo lo abras cuando la situación sea desesperada, cuando no haya más remedio, por que sirve para una sola vez y si la desperdicias; fuiste”

Todos se detuvieron cuando el Laurel Camaressi se enderezó en la silla, saco la billetera del bolsillo interior de su saco y de la billetera un sobrecito plástico que contenía un papelito doblado, ajado y amarillento.

Jugó un instante con la bolsita entre los dedos, la abrió, saco el papelito doblado igual que como se lo habían dado hacía ya quien sabe cuantos años, lo miró fijamente tratando de adivinar que decía o que contenía, pero sin abrirlo.

“El papelito es un camino de ida”, pensó. Sabía perfectamente que la nota que escribiera con su ayuda sería la última, la de la confesión final.

Apretó el papelito con su mano izquierda, tomó la mitad del lápiz roto que tenía la punta y comenzó a escribir en el cuaderno oficio; lentamente primero, más rápido después, febrilmente al final. Indudablemente habría otra nota después de ésta.

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