Siempre es hoy

Aldoscopio
Cuando uno es joven, y este cronista asegura haberlo sido a pesar de las maledicentes lenguas que afirman lo contrario, la vida es bella, el mundo está recién estrenado y lleno de misterios que descubrir y expediciones que emprender. Y todo esto asistiendo al colegio secundario; lo que hace que el esfuerzo por ser optimista se multiplique.

Los jóvenes son optimistas. A pesar de todo, de la educación, de los padres, de los gobiernos, de los medios de comunicación y, muchas veces, de sí mismo, un joven encontrará siempre el camino que lo lleve al optimismo y a la esperanza.

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Mire sino como este joven que alguna vez fui se las ingeniaba para burlar al más despiadado enemigo de la humanidad: el tiempo.

Como todo muchacho de quince o dieciséis años creía haberme enamorado, en este caso de una jovencita de mí misma edad hermana de un compañero de colegio.

Lo de la edad no es un dato menor porque mientras nosotros, los varones, estamos empantanados en las cenagosas aguas de la “edad del pavo”, las niñas, si bien no han dejado de ser tales, comienzan a comportarse de un modo más civilizado. Y la forma en que expresan su maduración es, en primera instancia, dejando de registrar a los varones de su edad.

Así es que yo todos los fines de semana la veía, en ocasión de juntarse nuestro grupo de amigos, mientras que ella no se percataba siquiera de mi presencia.

El fin de semana que había arrancado con tanta esperanza terminaba indefectiblemente en un rotundo fracaso de domingo y la perspectiva de tener que remontar una semana sin verla.

La semana era terrible, larga, lenta, plagada de profesores que me exigían respuestas que yo no tenía; porque la única respuesta que yo necesitaba, la única fórmula que me interesaba, el único mapa que no conseguía era el de ese corazón de piedra helada que me rechazaba. Bah! ¡Ni me rechazaba!

Entonces ese jovencito que fui inventó un método para hacer que el tiempo de la semana corriera más rápido. ¡Un genio el pibe!

El razonamiento era sencillo: si el tiempo cuando uno está disfrutando, gozando de la vida, pasa como una exhalación y los tiempos de sufrimiento escolar semanal se deslizan morosos y viscosos; si queremos hacer que estos últimos pasen más rápido démosles, entonces, un goce para acelerarlos.

¿Qué diferencia un viernes de un lunes? La conciencia de que es el último día y que viene el descanso. Porque, por lo demás, son iguales como dos gotas de agua.

Pues bien, démosle a cada día su gota de esperanza.

Lunes: el camino de las 1000 millas comienza con el primer paso. Ya estamos en camino, solamente queda recorrerlo, pero algo es algo.

Martes: ya quedo atrás el arranque, ahora solamente queda tomar impulso en la convicción de que podemos.

Jueves: Ya casi se termina, el viernes está ahí adelante, ya casi no hace falta esfuerzo alguno

Viernes: ¡Por Fin! ¡Se acabó señores! Arrancan los festejos.

Y arrancaban nomás los festejos y ahicíto nomás se quedaba ante el primer desplante de la Reina del Hielo.

Pero el Lunes se podía empezar de nuevo.

¿Cómo? Perdón; me dicen por línea privada que me olvide del miércoles.
No, no me lo olvidé. El miércoles era ilevantable.

Por más esfuerzo que hiciera el miércoles era un día de mierda, oscuro, desangelado; un día sin orillas: la de partida estaba tan lejos como la de llegada y encima había tres horas de contabilidad. ¿Qué se puede hacer contra esto? Nada, sufrirlo.

Escribo esto un miércoles 17 de mayo, ayer fue miércoles 16 y mañana será miércoles 18, como hace 60 miércoles ininterrumpidos del 2020, un año de miércoles.

Aldo Barberis Rusca

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