Una sombra ya pronto serás

La salida de Darío Lopérfido del Ministerio de Cultura. 

De estrella ascendente del Grupo Sushi a fines de los 90 a funcionario repudiado por artistas y organismos de Derechos Humanos en 2016. La parábola de la carrera política de Darío Lopérfido demuestra que el marketing no siempre puede con la política y con la memoria. Y vuelve a poner en duda el rumbo del modelo cultural en la Ciudad de Buenos Aires.

Urquiza se Organiza

Por Fernando Casasco

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“Coincidimos con Darío en que era mejor que se concentre en la dirección artística del Teatro Colón”. Con una frase lavada de contenido y obviando olímpicamente la polémica que precedió su salida, el jefe de gobierno porteño Horacio Rodríguez Larreta comunicó la renuncia a su cargo del ministro de Cultura, Darío Lopérfido.

Al mismo tiempo, se informó que el funcionario se dedicará a tiempo completo a la dirección artística del mayor coliseo porteño y a la presidencia de Opera Latinoamérica (OLA).

No hubo referencias a los verdaderos motivos de su eyección del cargo: el negacionismo respecto al genocidio cometido durante la última dictadura, demostrado y reafirmado por Lopérfido, lo que le valió la firme oposición demostrada por la comunidad artística y organismos de Derechos Humanos.

La adicción a la polémica demostrada por el ministro fue demasiado para un Jefe de Gobierno que busca que su gestión pase lo más desapercibida posible, comunicando sólo buenas noticias y sin entrar en disputas ideológicas de alto voltaje.

Todo comenzó en el verano, cuando Lopérfido afirmó públicamente que “en la Argentina no hubo 30 mil desaparecidos”, sino muchos menos, y que aquella cifra había sido armada en una mesa de café “para poder cobrar subsidios”. En el mismo reportaje sostuvo que “el peronismo fue como el nazismo, pero sin matar judíos”.

Lo paradójico es que la afirmación se dio en el marco de la presentación del libro “Cerrar la grieta” del periodista Edi Zunino: sus dichos no hicieron más que subrayar las diferencias entre los que pretenden “dejar el pasado atrás” y los defensores de las políticas de Memoria, Verdad y Justicia en materia de Derechos Humanos.

Los dichos del funcionario estaban en línea directa con la perspectiva esgrimida por sectores ultraconservadores que conservan un importante poder mediático. Sin ir más lejos, el día posterior al triunfo en las elecciones presidenciales de Mauricio Macri, un editorial del diario La Nación (cuyo director, Bartolomé Mitre, es el suegro de Lopérfido) exhortaba a sepultar “las ansias de venganza”: reclamaba al nuevo gobierno que terminaran los juicios a personeros de la última dictadura militar y la liberación o la prisión domiciliaria para represores condenados por crímenes de lesa humanidad. El editorial provocó el repudio no sólo de organizaciones políticas y de derechos humanos, sino de los propios periodistas del matutino.

Más allá de habituales exégetas de los represores, como Cecilia Pando, Lopérfido fue uno de los pocos funcionarios políticos que asumió como propia la postura de los “dinosaurios”. En ese sentido, remarcó: “No hice ningún juicio de valor, sólo cité un dato digno de ser debatido”.

Y contragolpeó, al afirmar que fue “atacado por los comisarios políticos del kirchnerismo que pretenden volver a las políticas de la década pasada, donde la manipulación y la segregación fueron herramientas cotidianas”.

La actitud de Lopérfido tiene que ver con un contexto más generalizado, en el que se deslegitima la militancia política y la participación activa en ella de los intelectuales -valorada positivamente en la década pasada -, mientras que la represión ilegal y el terrorismo de estado se vuelven un tema “debatible”.

De hecho, en los meses que lleva el macrismo en el Gobierno nacional se sucedieron noticias que hablan de un cambio de rumbo en materia de Derechos Humanos: varios represores condenados fueron beneficiados con la prisión domiciliaria; se le cedieron a las Fuerzas Armadas mayores facultades para su “autogobierno”; el ministro de Justicia recibió a familiares de ex militares que reivindicaron los crímenes de lesa humanidad; por último, se organizó un desfile militar para el bicentenario de la Independencia, con la presencia de personajes como Aldo Rico o Emilio Nanni.

Volviendo al caso del ministro de Cultura, la presión por su alejamiento sumó incluso apoyos internacionales, como los de Joan Manuel Serrat, Chico Buarque y Silvio Rodríguez, entre otros. A esta altura, el diario La Nación era casi el único sostén del controvertido funcionario.

La gota que rebalsó el vaso fue el escrache que Lopérfido sufrió por parte de un grupo de artistas, durante la presentación del “escenario itinerante” del Complejo Teatral de Buenos Aires: allí el Jefe de Gobierno Rodríguez Larreta y el vice Diego Santilli fueron involuntarias “víctimas” de la manifestación.

El ministro se escudó en sus supuestas denuncias de negociados durante la gestión kirchnerista para explicar el motivo del encono en su contra de gran parte de la comunidad artística. Y remató sus declaraciones periodísticas con una nueva provocación, al reclamar a los actores y músicos que “hablen de arte, de cultura; dejen de hablar de política. La política es algo muy complicado”. Una semana después se comunicaba su salida del Ministerio, al cabo de casi siete meses de fuerte repudio.

De sushi a anchoa

La meteórica carrera política de Lopérfido ha estado signada por el alto perfil y un talento difícilmente perceptible: en los 90 fue uno de los ideólogos del “Buenos Aires no duerme”, durante la gestión de Fernando de la Rúa como Jefe de Gobierno.

Ese éxito lo catapultó a la Secretaría de Cultura y a miembro del círculo áulico del mandatario radical, denominado “Grupo Sushi” (el que integraban también los hijos de De la Rúa, Antonio y Aíto, Hernán Lombardi y Darío Richarte), el que tuvo mucho que ver en la campaña preelectoral de 1999, junto a los publicistas Agulla y Bacceti.

Cuando la Alianza arribó al Gobierno nacional, Lopérfido fue ungido vocero presidencial; pero el desastre del 2001 pareció hundirlo en el ostracismo, junto a la mayoría de los miembros de aquella cofradía.

Pero si varios miembros del Frepaso se reciclaron durante el kirchnerismo, la pata delarruista pareció sentirse más cómoda con el PRO: Lombardi fue primero ministro de Cultura de la Ciudad y actualmente funge como titular del Sistema de Medios y Contenidos Públicos; Richarte – ex número 2 de la SIDE en épocas de De la Rúa – fue vicerrector de la UBA y se desempeña como socio de Daniel Angelici en las operaciones sobre los estrados judiciales.

Incluso cercana a los “Sushi” fue la actual ministra de Seguridad y ex ministra de Trabajo de la Alianza, Patricia Bullrich. Nada se pierde, todo se transforma.

A ellos se sumó Lopérfido, primero como director del Teatro Colón y, a partir de diciembre del año pasado, como ministro de Cultura de la Ciudad. Ahora sólo le queda el máximo coliseo como lugar de refugio y “resistencia”, aunque no se sabe si por mucho tiempo.

Lo más importante detrás de la salida del funcionario, es lo que aparece por detrás de la noticia: el incierto rumbo de la política cultural en la Ciudad de Buenos Aires. La designación de Ángel Mahler (Angel Pititto, según su partida de nacimiento), parece comprobarlo. La elección de un compositor y productor musical, siempre ligado al teatro comercial y sin experiencia en gestión cultural, es toda una declaración de principios.

Con un teatro San Martín en eterna refacción, la oposición del mundo cultural a la caótica gestión PRO en el área y el ataque a los centros culturales barriales autogestionados, la decisión política parece pasar exclusivamente por el marketing, los grandes festivales y los espectáculos pensados para el gran público y los medios masivos de comunicación. Algo para lo que Mahler – al igual que Lopérfido antes – parece altamente capacitado.

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