A la memoria del Dr. Ramón Carrillo, padre de la salud pública argentina

Ramón Carrillo
“Frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas” (Dr. Ramón Carrillo, 7/03/1906 – 20/12/1956)
Logo El Barrio PueyrredónEn Agosto de 2005 publicamos la nota “Acerca de cómo los tiranos quieren ser dioses y no lo logran” de Aldo Barberis Rusca. Trataba sobre el Dr. Ramón Carrillo, sobre su destierro y el posterior olvido. Durante la gestión del PRO en Villa Pueyrredón el Centro de Salud y Acción Comunitaria “Dr. Ramón Carrillo” pasó a denominarse Centro de Salud de Nivel 1. Hoy, los mismos de siempre, lo traen a la memoria para difamarlo. Reeditamos en esta ocasión aquella nota.

Dr. Ramón Carrillo, castigado al destierro y el olvido, ahora a la difamación

Cuentan los mitos que el peor castigo que los dioses podían infligir a un hombre no era la muerte, o el suplicio eterno. El castigo que estaba reservado a quien cometiera una falta en verdad grave era a no existir y, peor aún, a no haber existido nunca. La “Grecia Clásica” tenía en su justicia un castigo también superior a la muerte. Si el olvido no era posible para los tribunales humanos, si lo era el destierro.

Como vemos el castigo en la antigüedad consistía en el olvido o en el destierro; lo cual sin ser lo mismo, era igual. Ambos castigos significaban la pérdida de la condición humana: un hombre vivo habita la ciudad; muerto es recordado. Desterrado u olvidado no es hombre.

Ramón Carrillo habiendo nacido en el seno de una familia tradicional santiagueña, había llegado a ser un neurocirujano reconocido en el mundo entero. Formado en la Universidad de Buenos Aires se perfeccionó en Europa y regresó al país para aplicar lo aprendido entre sus compatriotas.

Como neurocirujano fue creador de la radiografía contrastada, un método de diagnóstico utilizado hasta nuestros días, y descubridor de estructuras cerebrales que llevan su nombre. También llevó su ciencia a los más pobres, conciente de que la salud es siempre un derecho y nunca un privilegio. Tal vez esto sea lo que llevó a decir a cierto médico radical que Carrillo no era neurocirujano sino “negro cirujano”.

En la década del 30 participó de una envidiable mesa de café cuyos contertulios eran Homero Manzi, Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche entre otros. De esta mesa surgió la mítica agrupación FORJA.

El 17 de Octubre de 1945 lo encuentra como un partícipe fundamental de la epopeya popular convenciendo a los médicos militares de un supuesto grave estado de salud del entonces Coronel Perón. Las radiografías mostraban una pronunciada infección pulmonar y una fecha casi 10 años anterior que supo ocultar.

La reimposición de Perón al frente de las carteras que ocupaba lo llevó a ser el primer Secretario de Salud Pública con que contó la nación.

La Secretaría de Salud Pública fue una de las exigencias que puso Perón ya que hasta el momento solo existía un departamento de higiene y los hospitales eran manejados por la beneficencia o por las distintas colectividades de inmigrantes.

“Mire Carrillo, me parece increíble que tengamos un Ministerio de Ganadería que se ocupe de cuidar a las vacas y no haya un organismo de igual jerarquía para cuidar la salud de la gente” le dijo Perón.

En el año ‘46, cuando se crea el Ministerio de Salud Pública, Carrillo asume como ministro. Este cargo lo conservará hasta 1954. Es imposible enumerar la cantidad de hospitales, salas y servicios que durante la administración de Ramón Carrillo se crearon, fueron cientos y en todo el país (4.229 establecimientos sanitarios con más de 130 mil camas)

Solo cabe decir que Carrillo aparte de ser un administrador de la política de salud, fue un teórico del hospital. De hecho su libro “Teoría del Hospital” planta las bases del hospital moderno y es, hasta hoy, bibliografía de las universidades de medicina del mundo.

Su gran logro sanitario fue la campaña contra el Paludismo, uno de los mayores emprendimientos sanitarios realizados en el mundo hasta entonces, y el resultado alcanzado fue espectacular: de 300 mil casos nuevos en 1946 a sólo 137 en 1950.

También redujo drásticamente las afecciones por enfermedades venéreas; el índice de mortalidad por tuberculosis (de 130 por 100 mil a 36 por 100 mil); la mortalidad infantil (de 90 por mil a 56 por mil) y terminó con epidemias como el tifus y la brucelosis.

Otro de sus grandes logros, superando las presiones de las multinacionales, fue la creación de EMESTA, primera fábrica nacional de medicamentos dedicada a abastecer a todos los establecimientos públicos del país.

Pero Carrillo no hubiera podido hacer nada de lo que hizo de no haber contado con el aval, la amistad y la colaboración de Evita. Todos los proyectos que salían del Ministerio eran tomados y llevados a cabo por la Fundación Eva Perón, juntos poblaron la nación de salud pública, gratuita e indiscriminada.

La muerte de Evita lo puso en manos de los sindicatos, aquellos que quisieron quedarse, y se quedaron, con el negocio de la salud a través de las obras sociales. Carrillo no quiso ser cómplice y dejó el gobierno. Tal vez viera en el futuro lo que es hoy la salud pública en la Argentina.

Perón solo le otorgó al viejo amigo; de quien, junto con Evita, fuera padrino de boda, un cargo de compromiso en Estados Unidos; lejos de las intrigas, las envidias y, sobre todo, de los intereses con los que Carrillo no transaría jamás.

La revolución del 55 lo encuentra trabajando para una empresa minera norteamericana en Brasil. Solo, enfermo, abandonado; pero no olvidado, atiende gratis en el destartalado hospital de “Belén do Para” en un consultorio improvisado debajo de una escalera, y viaja por río al centro del Matto Grosso para atender al personal de la mina.

Las autoridades militares no lo olvidan, ni le perdonan haberle dado salud a millones de descastados. Ensucian su memoria, roban sus bienes y pretenden del gobierno brasileño una deportación que no logran.

Carrillo muere de un ataque de presión en su humilde casa del nordeste brasileño y, entonces si, al destierro se le suma el olvido, para cerrar el lazo de la peor ignominia que a un hombre se le puede hacer.

Afortunadamente los criminales no son nunca gobernantes legítimos ni, por más que lo pretendan, no llegan a ser dioses. Nunca logran que sus deseos se cumplan totalmente.

A pesar del olvido, del plan de “desperonización” y de las calumnias, los grandes hombres viven en sus obras y guardados en algún remoto cajón de la memoria del pueblo al que pertenecen.

Ramón Carrillo hoy se sienta a la mesa de un café con sus viejos compañeros y los nuevos: Manuel Ugarte, el Cura Mujica y sus compañeros del Tercer Mundo, Castelli y los jacobinos de 1810, John William Cooke y todos los que hicieron de la militancia política un compromiso intelectual.

Los dioses y los gobernantes de los tiempos clásicos sabían que no se debe aplicar un castigo que no se pueda hacer cumplir. Los tiranos no conocen ciertas sutilezas.

Por Aldo Barberis Rusca

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