Los daños al sistema político: una democracia atada con alambre

Vox en Barcelona
Un fantasma recorre el mundo: la derecha sube el tono y descree de la democracia liberal, como hasta ahora se la conoce. Los discursos destemplados, el ataque a derechos esenciales y a minorías se transforman en la norma. ¿Está en riesgo la convivencia que supimos conseguir?

Por Fernando Casasco

Desde la década del 80 del siglo pasado asistimos al fin de las dictaduras militares en Latinoamérica, el desmoronamiento de los regímenes comunistas europeos. Más cerca en el tiempo la denominada primavera árabe. Parecía que el mundo iba hacia una era de democracias liberales cada vez más abiertas, a partir de la expansión de la globalización, que prometía libertades económicas, a las que se sumaban – casi como un mal necesario para el gran capital – las libertades civiles y políticas.

Hoy, tres o cuatro décadas después de iniciado ese proceso, la democracia liberal, tal como occidente la promovió y la intentó esparcir por el mundo, está acechada. Lo curioso es que los que con más fervor se sumaron a aquella ola globalista y modernizadora son muchas veces los primeros en poner en cuestión algunos de los avances que esa democratización suponía. Tal como ocurrió en la entreguerra europea del siglo XX, el temor a perder lo conseguido parece ser más fuerte y abre profundas diferencias al interior de las sociedades.

Pasó con el auge de Donald Trump en Estados Unidos con su prédica discriminatoria hacia los afroamericanos, los migrantes latinoamericanos y a favor de armar a la población civil. En Europa avanzan las posturas de las extremas derechas, contrarias a la inmigración, a los derechos de las mujeres y de las minorías, etc. Ya gobiernan en Hungría, Polonia, acaban de vencer en las elecciones italianas y cobran cada vez mayor relevancia en otros países poderosos como Francia y España. Por si fuera poco, una guerra entre países europeos conduce al continente entero a una crisis que lo enfrenta con los fantasmas del pasado.

Más cerca de nuestro país, pudimos contemplar el modelo de Jair Bolsonaro en Brasil. El ex capitán del Ejército – que sigue reivindicando a la dictadura del país vecino – remarcó en la campaña por su reelección que su lema es “Dios, patria, familia y libertad” y reafirmó su alianza con las fuerzas armadas y de seguridad, las iglesias evangélicas y el agronegocio. El 43% de los votos en primera vuelta reafirman su pregnancia en la sociedad. En la Argentina manifestó su apoyo a Bolsonaro el diputado Javier Milei, quien hace poco selló una alianza con el partido Fuerza Republicana, fundado por el genocida Antonio Bussi. Durante el anuncio del acuerdo político el autoproclamado libertario renovó su discurso negacionista de los crímenes de la pasada dictadura.

A partir de la crisis mundial estos sectores, otrora marginales, muestran en público su rechazo a grupos que se suponía que el Estado debía proteger. Y a la dirigencia política, a la que acusan de todos los males. Claro que son más vehementes con una parte de esa dirigencia.

Con la investigación aún en curso, hay indicios de que una fracción de estos grupos estuvo detrás del intento de magnicidio contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Pero ni la posibilidad de un crimen de semejante magnitud hace reflexionar a los que fogonean la intolerancia. Pese al peligro que representan, este auge de las posturas más extremas provoca que los sectores de derecha conservadores o liberales, a su vez, se radicalicen.

El coqueteo con las ideas de derecha exacerbadas cobra hoy cuerpo en la principal alianza opositora argentina, Juntos por el Cambio. En Economía van desde el reclamo para la baja de impuestos o la eliminación de algunos, hasta el impulso de un fuerte ajuste en las cuentas del Estado – despidos de trabajadores incluidos – y la privatización de empresas estatales. Además, se acumulan discursos que apuestan a acabar con las conquistas sociales de trabajadores y jubilados.

Asimismo, medios y políticos abonan la idea de recuperar un orden perdido, preferentemente a lograrse mediante manu militari: reprimir a piqueteros, a trabajadores en huelga, a mapuches y hasta a estudiantes secundarios, no hay distinción en la prédica. Una de las abanderadas de las posturas más duras es Patricia Bullrich, quien busca sustentar en ellas su posible candidatura presidencial.

En su deriva, arrastran a otros que decían preferir la moderación. Es el caso de Horacio Rodríguez Larreta, quien endurece su discurso de frente al año electoral. Se vio en la práctica en el abordaje que su gobierno tuvo por el conflicto con estudiantes secundarios, que incluyó la toma de algunas escuelas. En lugar de apelar al diálogo y la conciliación, de la que muchas veces alardeó, el jefe de gobierno trató de militantes políticos – como si fuera un insulto – a los adolescentes y amenazó con causas judiciales a ellos y a sus padres.

Apoyado en su accionar por los grandes medios de comunicación, un derecho democrático como lo es el de la protesta fue abordado como un delito penal. Y en vez de hacerse cargo de las garantías que el Estado debe dar para brindar una educación pública de calidad, transfirió la carga a los jóvenes que reclamaban mejores condiciones edilicias, de alimentación y no ser explotados mediante las denominadas prácticas laborales.

Todo sea por no perder puntos en la interna que mantiene con su ex líder. Desde que dejó el poder, el ex presidente Mauricio Macri se muestra cada vez más cerca de estas posturas extremas. Pivota entre las simpatías al trumpismo norteamericano, los sectores más recalcitrantes del Partido Popular español y su probable alianza con los ultras de Vox, o sus émulos latinoamericanos.

Macri aprovecha sus contactos internacionales para vender un modelo que deje atrás al populismo en la Argentina, al que acusa del fracaso del país en los últimos 70 años. Curiosamente ese es el periodo en que su emporio familiar creció y se convirtió en uno de los holdings empresariales más grandes. Al que ese Estado fallido ayudó otorgándole obras públicas, estatizándole la deuda durante la dictadura militar o asignándole la concesión del Correo Oficial (cuyo canon no pagó). Y un país en el que el propio Mauricio fue electo Presidente. ¿Se trató de una autocrítica?

Algo de ese fracaso es el que le intentó endilgar el precandidato radical Facundo Manes al señalar que durante su gobierno hubo “populismo institucional” (al que diferenció del “populismo económico” que practicaría, según su análisis, el kirchnerismo): acusó al ex presidente de haber estado a cargo de un gobierno que operó sobre la justicia y espió a dirigentes, incluso a los de su propio partido.

Sus comentarios suscitaron la reacción de periodistas que ni disimulan su simpatía por el ex mandatario y de dirigentes del PRO, casi al unísono. La Unión Cívica Radical, sin mencionarlo, señaló en un comunicado que trabaja “para fortalecer Juntos por el Cambio” y advirtió: “Cualquier manifestación que se aparte de ese rumbo, no importa de donde provenga, lesiona la esperanza que venimos construyendo desde Juntos por el Cambio”.

Manes puso sobre la mesa lo que hasta ahora era un tema tabú para la oposición: detrás del discurso macrista de respeto a las instituciones se ocultó un aparato judicial y de inteligencia que operó a cielo abierto contra la dirigencia opositora y sindical, tal como se investiga en distintas causas. Uno de sus operadores judiciales, “Pepín” Rodríguez Simón, permanece prófugo en Uruguay.

El columnista Carlos Pagni, en el diario La Nación, señaló que lo que el neurocientífico mencionó sobre el espionaje ilegal no es nada nuevo, aunque la justicia optó por la desconcertante teoría del cuentapropismo. Afirma el periodista: “Hubo una intromisión en el Estado argentino de gran escala pero nadie se intranquilizó. Ni los jueces. Si se fuera malpensado, habría que concluir en que los que tenían que desvelarse no lo hicieron porque sabían muy bien quién estaba detrás de los que espiaban”. Contra eso, la postura de quienes se dicen republicanos fue la de matar al mensajero.

Si la Justicia está en duda, si el aparato de inteligencia se dedica a espiar a propios y extraños, si los discursos de mano dura son cada vez más extremos, si cualquier derecho adquirido está en discusión, si los enemigos pasan a ser las minorías, los pobres o los estudiantes, si la clase política es culpable de todos los males al punto de legitimar atentados contra sus líderes, la democracia se pone en riesgo. Parece ser el signo de los tiempos.

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