Nosotros en el Cine:
Una alternativa al liberalismo

Los años 30 del siglo pasado marcaron para siempre al cine por el advenimiento del sonoro, y al mundo, por la inédita depresión económica que puso fin al liberalismo clásico. La incertidumbre y tensión de entreguerras ya se expresaba en la crisis que atravesaban las instituciones burguesas luego de la primera guerra mundial, en toda Europa y especialmente en Alemania –humillada con los costes de guerra aplicados por el tratado de Versalles- y en Italia – a quien se le negó las compensaciones prometidas por pasarse del lado de los aliados-, creando de esa forma el caldo de cultivo para el surgimiento de un novedoso régimen político: el fascismo.

Por Jorge Gallo

En Estados Unidos el cine se constituyó en el refugio de las masas empobrecidas que buscaban un poco de diversión frente a las duras condiciones económicas, los 30 fueron los años dorados de la comedia musical americana. En cambio, en Francia, el clima de desconfianza frente al vecino nazi y sus pretensiones expansionistas derivó en un cine de agobiante, sórdido y desencantado clima que dominó el último lustro de los años treinta; casi como un aviso de la ocupación alemana que sobrevendría en 1940. Ese conjunto de directores que plantearon una estética y una temática bastante uniforme conformaron el realismo poético francés.

Uno de los más destacados fue Jean Renoir –hijo del pintor Auguste Renoir-, militante comunista que ya filmaba desde los años veinte, hacia 1936 pone el acento sobre la cuestión política de su país embanderándose en la urgente estrategia de la izquierda europea: los frentes populares. Coaliciones de socialistas, comunistas y radicales que, ante la avanzada autoritaria que promueve como enemigo a la revolución rusa, entienden que la forma de resistencia en tal coyuntura pasa por ganar elecciones democráticas; los frentes populares triunfarán en el 36 en Francia y en España.

Renoir realiza un título muy exitoso en tono de comedia dramática de trazos bufonescos: El crimen de Monsieur Lange (1936). Lange ha cometido un crimen y es buscado, se oculta con su novia, Valentina, en un hotel cerca de la frontera, los parroquianos del lugar sospechan,

Valentina los enfrenta y decide contarles para que ellos (y nosotros espectadores) decidan si entregarlo o no a la policía. El relato vuelve al pasado, Lange es un fantasioso escritor de aventuras del oeste que trabaja en la imprenta del inescrupuloso Batalá. La imprenta está ubicada en un predio de varias viviendas particulares que dan a un gran patio. En la planta baja hay una sencilla lavandería cuya propietaria es Valentina. El edificio presenta una alegoría de la miserias del liberalismo, un microcosmos en el que conviven trabajadores explotados, capitalistas endeudados e inversionistas especuladores; amores imposibles, amantes sometidas; viejos racistas, madres prejuiciosas y jóvenes frustrados. Sobreviven a la crisis como pueden.

Batalá lleva adelante su imprenta con total impunidad, explota a sus empelados, tiñe de amarillismo sus publicaciones, elude sus compromisos financieros, coimea a inspectores, incumple los contratos con los auspiciantes y, compulsivamente, acosa a todas las mujeres que se le cruzan, desde la mecanógrafa, hasta la empleada de la lavandería y alguna vez, la misma Valentina. Embauca a su secretaria con promesas de amor y la convence para que ofrezca sus favores sexuales a fin de obtener condonación de préstamos, todo esto en un tono sarcástico que era inédito en el cine de la época. Frente a la posibilidad de ser denunciado por estafa, le hace firmar a su empleado Lange un contrato abusivo por los derechos de su escrito de aventuras, “Arizona Jim”. Pero antes de ser encerrado por deudas impagas decide huir. El tren en el que viajaba sufre un accidente, hay desaparecidos, Batalá ha muerto.

Lange, sus compañeros y los acreedores acuerdan crear una cooperativa y reflotar la imprenta. “Arizona Jim” se vende en toda París, todos trabajan mancomunadamente. Valentina y Lange se aman, una productora de cine compra los derechos para filmar la historia de Arizona.

La cooperativa ha elevado el nivel de vida de todo ese microcosmos social, el desencanto se ha transformado en esperanza. En la cena de festejo por el contrato de la película reaparece Batalá. Ha fraguado su identidad con la de un cura desaparecido en el accidente, Lange sorprendido le pregunta qué quiere, Batalá, ataviado con la sotana, sabedor de la pujanza y prosperidad de la imprenta responde con soberbia: “vengo a buscar lo que es mío, lo quiero todo, la cooperativa me importa una mierda, aquí hace falta una autoridad fuerte”, Lange desconcertado, piensa unos segundos, sabe que es la perdición para todos, toma un arma, lo mata, lacónicamente agrega: “¡qué fácil es!”.

De vuelta en el hotel del comienzo, una Valentina abatida ha terminado de contar (nos) la historia a los parroquianos, estos ayudarán a ambos a cruzar la frontera. Hacia dónde iban Valentina y Lange, era incierto. Para Renoir el destino de Europa también lo era. En los años treinta no era nada descabellado pensar que el capitalismo estaba terminado, al menos, su forma liberal clásica se había agotado; el temor sobrevenía al pensar que en su reemplazo viniese el fascismo. Finalmente sería el estado de bienestar keynesiano quien permitiese sostener al capitalismo otorgándole a este un carácter menos salvaje. La diferencia con el estado liberal (hoy diríamos, neoliberal) no es menor; entre uno y otro nos puede ir la vida. Cuando Alemania ocupó Francia, Renoir eligió Hollywood como destino de su exilio, el estado de bienestar roosveltiano.

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